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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un museo flamante

El nuevo discurso del MNAC se expande hasta las 1.400 obras, donde hay carteles y fotografía, desde los primeros daguerrotipos hasta Joan Colom

Puertas y mobiliario diseñado por Gaudí y que pueden verse en el remozado discurso del MNAC.
Puertas y mobiliario diseñado por Gaudí y que pueden verse en el remozado discurso del MNAC.carles ribas

Avisado por la nota de José Ángel Montañés en este diario, he ido a la inauguración de la nueva instalación de las colecciones de arte moderno, finales del XIX y principios del XX, en el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC), sabiendo que no se iba a tratar de desempolvar cuatro lienzos sino de algo ambicioso. Como corresponde a sus autores, el director Pepe Serra, que es hombre voluntarioso, tenaz, y sólo con ver su frente grande, su frente dura, sabes que no va a parar hasta conseguir lo que se proponga, y hace unos años cuando le nombraron anunció que se proponía darle a ese museo, donde “un pequeño cambio no se nota”, un cambio grande, un vuelco total. Y Juan José Lahuerta, un arquitecto que tiene su propia mirada sobre la modernidad y que nunca me defrauda, allá donde pone el ojo pone la bala.

Los tengo a los dos, a Serra y a Lahuerta, en la más alta consideración. Y efectivamente la colección del MNAC está irreconocible. Me di cuenta en seguida, y eso que apenas la pude ver porque estaban las salas abarrotadas. Noté también que la gente estaba sorprendida, positivamente sorprendida. En más de un rostro percibí esa expresión satisfecha que parece decir: “¡No sabía yo que teníamos esta joya!”. Me acordé de la última vez que fui a una inauguración en ese mismo museo, con motivo de la retrospectiva de Francisco Gimeno, un gran pintor, una gran exposición. Los comisarios fueron Jordi A. Carbonell y Cristina Mendoza, la entonces conservadora jefe del departamento de Arte Moderno del mismo museo, excelente profesional a la que recuerdo con afecto, desde los tiempos en que ese departamento estaba en el parque de la Ciudadela, donde ahora está el Parlament.

Bustos de señoras burguesas, con joyas y papada, en principio de escaso interés, tal como las han colocado son un comentario ilustrativo incluso impresionante

En aquella ocasión de Gimeno, que fue en 2006, todos los invitados a la inauguración, cientos de personas, tuvimos que guardar cola un largo rato para dar tiempo a que primero las autoridades visitaran las salas. Entonces el presidente de la Generalitat era Pasqual Maragall. Desde la cola vi a Maragall salir con su séquito de la exposición por unas escaleras laterales; observó a la multitud aguardando en la larga cola, y le oí exclamar en voz baja: “Quina paciència!”. No sé si dijo previamente el “Mare de Déu”, que parece de rigor (“Mare de Déu, quina paciència!”: ¿No suena mejor así?). Por el tono en que lo exclamó, era obvio que se le había escapado, no fue algo que dijese calculadamente, a propósito, para caer bien a quienes lo oyéramos, sino que de verdad que le sabía mal que una multitud hubiera tenido que esperar durante un buen rato por causa suya. Al oírle, de inmediato aquel hombre, al que no conozco personalmente, me cayó bien. Me dije que no son muchos los próceres que no den por descontado que tienen preferencia sobre el vulgo, no son muchos los que dudan de merecer esa preferencia. Aquel “quina paciència!” demostró que Maragall tenía —por lo menos para mí, que como se ve no he olvidado ese detalle minúsculo, insignificante— una calidez humana o empatía o finura de espíritu que me cuesta imaginar en los otros que han ocupado su cargo: no la imagino en Pujol ni en Montilla ni en Mas. Y por aquel “¡Qué paciencia!” le guardo deferencia y respeto, pese a que en mi opinión fue un president catastrófico. Pues él rompió el tabú que aquí separaba nítidamente el nacionalismo del izquierdismo...

Sobre ese asunto, sobre la responsabilidad de la izquierda en la ranciedad en que vivimos hablaré por extenso en otra ocasión. ¡No me callaré nada! Pero ahora estamos en el maravilloso mundo del arte decimonónico. En el nuevo orden de la colección del museo de Montjuïc (No me gusta el nombre MNAC, parece un bocinazo: ¡Mnac! ¡Mnac!). Lo primero que observé es que todo está muy bien puesto y bien colgado. Por ejemplo, unos bustos de señoras burguesas, con joyas y papada, en principio de escaso interés, tal como las han colocado son un comentario ilustrativo incluso impresionante. Luego también me di cuenta de que Modest Urgell, que es un pintor con su punto kitsch (al que Dalí, en un texto en que explicaba los atractivos de nuestro país a los norteamericanos, definió ingeniosamente como “El Bocklin catalán”), de Urgell, digo, que se exponían quince cuadros, casi todos paisajes crepusculares con un camino que serpea y desaparece, con charcos, con cipreses, en fin, con la tapia de un cementerio… sólo se exhibe, si no me equivoco, uno, y además uno que se titula Lo mismo de siempre. ¡Tate, tate, folloncicos, aquí hay alguien que está de broma! De quince sólo han dejado uno, y eso a pesar de que el número total de obras expuestas se ha más que doblado: de 600 han pasado a 1.400. Gaudí parece ahora un diseñador del futuro. Hay carteles publicitarios, que antes no se exhibían, hay fotografía, desde los primeros daguerrotipos hasta las escenas del barrio chino de Colom. Hay ideas nuevas. Está la clara sensación de que pueden sustituirse unas piezas por otras sin que sufra el conjunto. El discurso historiográfico se ha dejado en beneficio de conjuntos temáticos —paisaje, crónica, taller, sociedad industrial—. Todo parece realzado y muy ameno, todo parece que respira mejor, todo invita a charlar y a discutir, que es lo que persigue Serra. Como concluye, casi invariablemente, sus artículos un veterano crítico de arte, con expresión lapidaria: “Recomiendo la visita”.

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