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Calaveras, incienso y el diablo del Pi

Una visita nocturna para explorar de forma sensorial Santa María del Pi

La visita nocturna a Santa Maria del Pi se hace con velas.
La visita nocturna a Santa Maria del Pi se hace con velas. juan barbosa

Son las nueve de la noche y la nave de la basílica de Santa María del Pi está silenciosa y oscura, iluminada solo por algunas velas tintineantes. A esa horas el templo suele estar cerrado al público, pero en este jueves de finales de agosto unas veinte personas, sentadas en el presbiterio, escuchan atentas las explicaciones del archivero y conservador de la basílica, Jordi Sacasas. Éste, de pie junto a la Virgen del siglo XIV que preside el altar, habla de la fuerza simbólica que tenía el incienso en los rituales sacros. Se trata de uno de los primeros grupos que realizan la visita nocturna por la basílica, una nueva iniciativa que pretende ofrecer una visión distinta del pasado de la ciudad. El templo, joya del gótico catalán levantada en el siglo XIV, posee la torre más alta de la Barcelona medieval y uno de los archivos religiosos más importantes de la ciudad; el único, junto al de Santa María del Mar, que sobrevivió a las quemas de iglesias de 1936.

La visita, más que un inventario del material histórico y artístico de la basílica, pretende ofrecer un viaje temporal —casi sensorial— a la mentalidad de las gentes que la construyeron y frecuentaron. Para poner al visitante en situación, durante el recorrido se prescinde de iluminación eléctrica. “Aunque lo vemos todo mucho más claro ahora”, precisa Sacasas. En la Barcelona medieval no había injerencias del exterior y la oscuridad era casi absoluta. El olor del incienso y la magnitud inabarcable del lugar, sin embargo, debían ser las mismas. “Se trataba de un lugar sagrado”, reitera el guía, “nos cuesta comprenderlo desde la perspectiva actual".

El “viaje” continúa hacia la sacristía, espacio normalmente cerrado a las visitas, donde una lámpara del XIV convive con el muy moderno ordenador del actual sacristán. Entre los retratos de canónigos que decoran las paredes, uno llama inmediatamente la atención; es el que se conoce como “la vanitas del Pi”, un retrato de un clérigo del siglo XVI que tiene una calavera por cabeza.

La escalera de caracol

Varias generaciones de obispos no comprendieron que se trataba de una sutil reflexión sobre la futilidad de la existencia, y estuvo acumulando polvo en algún armario durante años. “Es el único similar en Cataluña”, asegura el historiador.

La ascensión al campanario también se realiza a la antigua usanza, sin más luz que la de una reproducción de los farolillos del siglo XIV. La escalera de caracol, revestida con unas paredes de 3,5 metros, parece más propia de una torre de defensa; “el campanario sirvió de fortín y de refugio durante el asedio de las tropas borbónicas”, aclara el guía, quien detiene el grupo en el escalón número cien.

Una leyenda alimentada por la superstición popular aseguraba que dicho peldaño estuvo marcado durante siglos por el mismísimo diablo, a quien el constructor de la basílica pidió ayuda para levantar el templo (a cambio de su alma). Hoy en día no hay rastro de la señal satánica; se cree que los sacerdotes la borraron en el siglo XIX porque, comenta Sacasas, “atraían a más gente que la Virgen”.

Andreua, Antònia, Josepa y Vicenta reposan en la zona superior del campanario. Se trata de las mismas campanas que tocaron a la muerte del santo Josep Oriol en 1702, y llamaron a somatén durante el asedio de 1714; por esto último fueron condenadas por la autoridad borbónica. Pero se salvaron y ahí continúan, gracias a la perseverancia de la comunidad del Pi.

Debajo de ellas, como hace seis siglos, discurren las calles zigzagueantes de la Ciutat Vella; y, más allá, una panorámica nocturna de la ciudad que un barcelonés del siglo XIV nunca hubiera podido imaginar.

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