El estajanovista de la política
Tras 30 años en la ejecutiva, un diputado irónico se convierte en el primer secretario del PSC
Rápido, brillante, irónico, florentino y de verbo tan fácil como afilado, Miquel Iceta (Barcelona, 1960) ha logrado uno de sus sueños: convertirse en primer secretario del Partit dels Socialistes aunque sea en el peor momento. Ha sido el único candidato capaz de reunir los 2.008 avales —presentó 4.321 firmas, entre ellas las de Carme Chacón y Núria Parlon, la alcaldesa que renunció a la pugna— que exigía el PSC para concurrir a primarias y, sobre todo, el único con arrestos para ponerse al volante. Tras no seducir a nadie en 2012, cuando Pere Navarro venció en el congreso del PSC, Iceta, arrinconado desde entonces sin voz en la Mesa del Parlament, ha vivido su particular travesía del desierto y ahora ha servido a quienes le desdeñaron su venganza en plato frío: se ha permitido el lujo de hacer campaña por toda Cataluña, en una suerte de paseo militar, en defensa de su candidatura.
Dice que lo ha hecho para persuadir a la militancia de que el PSC puede volver a ponerse en pie. No lo tendrá fácil este estajanovista de la política —así le define el catedrático de Derecho Constitucional y exdiputado de Esquerra, Joan Ridao— para enderezar un partido desfigurado. Pero eso no le arredra, porque la política es su pasión y su forma de vida. Capaz de estar conectado día y noche a la red y de emitir opiniones de forma compulsiva, Iceta no regatea esfuerzos para clamar que la única salida del atolladero es la vía federal y una consulta legal y pactada con el Gobierno central.
Tras cursar estudios de químicas y económicas, Iceta, de formación marxista, ingresó en 1977 en la política en el Partido Socialista Popular de Enrique Tierno Galván. Listo como nadie, al cabo de un año se marchó. Intuía, como así fue, que aquel partido acabaría integrado en el PSOE. Fue fundador en 1978 de la Joventut Socialista del PSC y en 1984 ingresó en la ejecutiva. Desde entonces, no ha dejado de encadenar cargos: concejal de Cornellà (1987-1991), donde fraguó su relación con José Montilla; asesor del entonces vicepresidente del Gobierno Narcís Serra en La Moncloa (1991-1996); diputado en el Congreso (1996-1999) y desde 1999 diputado en el Parlament.
Amante de la astronomía, de sus vacaciones en Menorca y de la cocina japonesa, Iceta lleva tres décadas en los fogones del PSC y ese es el principal reproche de sus detractores, que le acusan de ser uno de los culpables de la decadencia del partido. Nunca ha dejado de estar ahí. Ni siquiera en 2012 cuando perdió su sillón en la ejecutiva. Siguió teniendo un pie en ella como presidente de la Fundación Campalans, foro de doctrina del partido. Ha sido durante años la cara conciliadora del PSC en la ejecutiva federal del PSOE. Vivió de cerca 20 de los 23 años del mandato de Jordi Pujol y fue protagonista del golpe de timón que los capitanes del PSC del Baix Llobregat, feudo de Montilla, dieron en el Congreso de Sitges en 1994 para apartar a los catalanistas de Raimon Obiols del liderazgo del partido. Nadie duda de que fue a Roma a convencer a Pasqual Maragall, en 1998, para que dejara el Paraninfo y aceptara ser candidato a la Generalitat. De la misma forma que años después, en 2006, estuvo en el sanedrín que defenestró a Maragall en un acto que el cantautor Jaume Sisa tachó de “crimen de familia”.
Divertido, siempre dispuesto a descolgar con voz amable el teléfono y curtido en mil batallas, Iceta seguirá el camino que cree justo con la misma valentía que cuando en 1999, en plena campaña electoral de las autonómicas, se convirtió en el primer político español que reveló en público su homosexualidad. “Vaya jeta”, relata él mismo en el libro Homonots, de Francesc Soler, que espetó Felipe González cuando supo que no había informado a nadie de sus planes. Le sobran enemigos en el PSC: los catalanistas le reprochan que envuelva su producto en celofán sin mover la posición sobre la consulta y muchos federalistas, fieles al aparato, que sea un tapón para la renovación.
Iceta tiene amigos en todas partes y come asiduamente en japoneses con Javier Nart, eurodiputado de Ciutadans, que le considera, pese a discrepar profundamente, uno de sus íntimos; mantiene una excelente relación con Alicia Sánchez-Camacho —“ella se ha visto este tiempo más con Iceta que con Navarro”, dicen en el PP—; o con el exdiputado, jurista y vecino del Eixample Joan Ridao, con quien desayuna a menudo. No esconde su amistad con Oriol Pujol, pese a que el exdelfín convergente, ahora imputado, esté en horas bajas. Es cierto que hay quien sospecha que sobreactúa pero sus adversarios se quedan con su capacidad de ser capaz de coger lápiz y papel e inventar una transacción que contente a todo el mundo.
Pese a ser acusado de maquiavélico, es, seguramente, el valor más brillante que le queda al PSC, pero su dilatada carrera implica que muchos sepan ya que es un funambulista y conozcan sus trucos de magia. Quiere ahora rebobinar la cinta y volver a someter a referéndum lo que el Constitucional tumbó: que se pregunte a los catalanes si aceptan votar el blindaje de las competencias, de la inmersión lingüística y del pacto fiscal. Es casi un imposible que La Moncloa y los soberanistas lo acepten. Quizá sabe más que nadie que el Gobierno central nunca aceptará el referéndum secesionista de la misma forma que él intuyó en 2005 la catástrofe del Estatuto cuando el Parlament aprobó entusiasmado el texto. Sentado en el escaño, su cara era un poema. Días después de esa votación, este amante de los gatos persas y rusos azules volvió a coger el lápiz, ante el estupor de Maragall, para presentar las enmiendas. Uno de sus rivales le define como un jacobino con piel de cordero. Pero él lo ha dicho hasta la saciedad: “Yo soy más español que una tortilla de patatas”. Y no parará hasta que la borde.
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