‘Forever tory’
Esa sensación tan apegada a la tradición de que cualquier tiempo pasado fue mejor tiene su origen en el credo conservador
Encontrar estos días de fútbol y soberanos un hueco para discurrir los proyectos de los nuevos programas de estudio para la enseñanza primaria no es sencillo, lo que no quiere decir que no resulte conveniente. Conviene hacerlo para darse cuenta así de qué tipo de ciudadano se planea para el futuro de nuestra sociedad; para darse cuenta de que se está haciendo lo posible por privar de una educación emancipadora a los niños, por mantenerlos cívicamente inmaduros sometiéndolos a unos programas con carencias insalvables para que sirvan a una educación liberal y plagados de defectos no menores en lo que a los saberes concierne. Por poner un ejemplo, tras rechazar la integración en vigor que dio lugar a la materia Conocimiento del medio y recuperar en la enseñanza primaria el orden disciplinar con las Ciencias naturales y las Ciencias sociales, el hecho de introducir en esa ordenación ‘el diálogo’, ‘la resolución de conflictos’ o ‘el esfuerzo y la fuerza de voluntad’ como contenidos propios de las ciencias naturales sólo es muestra de ineptitud, disciplinar como poco, en los anónimos proponentes.
Por poner otro ejemplo, desechar conceptos del currículo vigente ampliamente aceptados en el ámbito científico y que han mostrado un tremendo poder explicativo, como puede serlo la biodiversidad, para proponer en su lugar otros que erróneamente se suponen equivalentes, como han hecho con la clasificación biológica —quizás con la intención de mostrar que sí ha habido cambio y de reforzar la reivindicación de que en educación cualquier tiempo pasado fue mejor—, supone algo así como proponer el estudio del catálogo general de la Biblioteca Nacional para explicar qué es la literatura y comprender el valor que a la educación aporta.
Esa sensación tan apegada a la tradición de que cualquier tiempo pasado fue mejor —que en realidad es un amplio programa de gobierno que se resume en el epítome hoy tan popular de que “la juventud está perdiendo los valores”— tiene su origen en principios profundos del credo conservador. El 14 de abril de 1772, en Londres, Lord Mansfield, durante una vista de apelación de una sentencia de un tribunal ordinario que había condenado a un maestro por aplicar correctivos desmedidos y crueles a sus alumnos, defendió con elocuencia en la Cámara de los Lores que “la severidad no es la forma indicada para gobernar ni a los chicos ni a los hombres”; el día siguiente, Samuel Johnson, en una tertulia durante una cena con Mr. Boswell, Mr. Langton y su cuñado lord Binning, valoró la postura de Lord Mansfield diciendo: “Quiá. Ésa es precisamente la forma indicada de gobernarlos. Lo que no sé yo es si es la forma indicada de arreglar sus defectos”. A hilo de la conversación, Mr. Langton añadió que había pensado establecer una escuela en su finca, pero que le habían señalado que ello podía entrañar que la gente fueran menos industriosa, a lo que Mr. Johnson objetó: “No, señor. Mientras saber leer y escribir sea una distinción, los pocos que la posean podrán sentirse menos inclinados a trabajar, pero cuando todo el mundo sepa leer y escribir ya no será una distinción”.
Afortunadamente, hace ya tiempo —¡ojo!, no tanto— que la sanción para la desobediencia no es el castigo corporal, pero esta conversación informal de unos tories durante una cena celebrada hace más de doscientos años sigue ilustrando a la perfección lo que los conservadores esperaban y siguen esperando de las escuelas de una nación: disciplina que someta y distinción que discrimine, y cada una de las dos aplicadas en su justa medida y en el lugar que corresponda. Para los conservadores, la noción de que todos los niños, de cualquier extracción, merezcan una educación seria, es radical; además, les aterra la mera sugerencia de que, en algunos momentos, en determinados lugares, quepa la posibilidad real de que los niños de la nación —musulmanes, cristianos o sin religión adscrita, ricos o pobres, niñas o niños, gitanos o payos, inmigrantes o naturales— reciban juntos una educación en una misma aula.
Sus valores, como ellos suelen denominarlos, conducen a comportamientos que son reflejo de una baja capacidad de aprendizaje y producto de la necesidad de refugiarse en la cómoda y segura cosmovisión que les fue inoculada en su crianza, esa que tantas veces les ha sido confirmada desde estrados y púlpitos. Nunca han sido capaces estas personas de enfrentarse a la desolación que les produciría el abandono del más nimio de sus esquemas mentales, de sus valores, esos que les fueron insuflados antes de su madurez física e intelectual con la promesa de que darían sentido a sus vidas.
Abandonar lo que da sentido a la vida propia, enfrentándose así a quienes nos han enseñado la forma correcta de vivirla, no es tarea para apocados; quienes la emprendan deben saber, además, que es vano esperar recompensa inmediata por tanto denuedo: la adopción de esquemas mentales nuevos sólo da fruto en el largo recorrido; en un primer momento no aportan más que inseguridad e incertidumbre, y la escuela y sus maestros es el lugar en el que se puede y se deben crear los entornos adecuados para lidiar contra estos contratiempos y acabar sobreponiéndose a ellos.
Pero esos entornos sólo aparecen fruto de la profesionalidad ejercida en libertad, y estas propuestas de programas de estudio muestran a las claras que no hay intención política alguna de eliminar cortapisas ni de confiar la responsabilidad a quienes naturalmente la poseen, los maestros, pues ellos están preparados para asumirla. Si alguna vez aconteciera lo contrario, no pasaría demasiado tiempo antes de que descubriésemos lo que es una educación pública y liberal digna de ser recibida por niños y jóvenes, y a la que los políticos temieran no financiar suficientemente, intimidados ante la posibilidad de que los ciudadanos les repudiasen por maltratar un bien común tan apreciado por todos. La publicación del currículo básico de la educación primaria y del proyecto de decreto del Consell para su desarrollo, no deja lugar a la esperanza de que esa anhelada circunstancia se aproxime.
Óscar Barberá, profesor de la Facultad de Magisterio de la Universidad de Valencia
[1]James Boswell, 1799. Vida de Samuel Johnson, doctor en leyes, 3ª ed. Barcelona, Acantilado, 2007 (traducción de Miguel Martínez-Lage), páginas 650 y 651.
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