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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Fueros, prerrogativas y privilegios

Casi 9.000 personas gozan de algún tipo de aforamiento y ahora se quiere extender a miembros de la Familia Real

José María Mena

Dice la Constitución: “Los españoles son iguales ante la ley”. Y se repitió en un memorable mensaje real navideño: “La ley es igual para todos”. Una incredulidad generalizada acompaña a tan solemnes formulaciones. Los poderosos, históricamente, siempre estuvieron protegidos por sus privilegios y sus fueros. Todavía hoy, les protegen unas leyes que han sido calificadas por el Fiscal General como enrevesadas, insuficientes, benignas e ineficaces.

La histórica prerrogativa del fuero, es decir, de ser juzgados por un tribunal de superior rango, no debería ser un privilegio personal. Según el Tribunal Constitucional, el fuero, hoy, solo debe ser una protección para el normal funcionamiento de la institución a la que pertenece el aforado. No presupone una benignidad asegurada, como muy bien sabe Garzón. Pero, en todo caso, garantiza una atención exquisita en la aplicación de las leyes, las garantías y los recursos, un cuidado objetivamente extraordinario, inaplicable en el masificado servicio público cotidiano que se presta al ciudadano desconocido. En este sentido las prerrogativas y fueros son poco ejemplares, son una exhibición anacrónica de desigualdad.

Los 616 diputados y senadores que elegimos gozan de la inviolabilidad por los votos o las opiniones que emitan en el ejercicio de su cargo, y durante su mandato no pueden ser juzgados sin previa autorización del Congreso o el Senado. Iguales prerrogativas tienen los 50 eurodiputados. Todos ellos gozan de fuero, deben ser juzgados por el Tribunal Supremo, igual que los miembros del Gobierno de España, de los del Consejo de Estado, del Consejo General del Poder Judicial, del Tribunal Supremo, de la Audiencia Nacional, de los Tribunales Superiores de Justicia, del Tribunal de Cuentas, y el Defensor del Pueblo. En conjunto, suman unos 260 aforados.

También tienen fuero, y sólo pueden ser juzgados ante los Tribunales Superiores de las respectivas Comunidades Autónomas, los 156 miembros de los gobiernos autonómicos y los 1.268 diputados de los correspondientes parlamentos autonómicos. O sea, en total, otros 2.834 aforados. Y aún hay que añadir a los demás magistrados, jueces y fiscales, que no pueden ser juzgados por tribunales de categoría inferior a la suya, ni pueden ser detenidos salvo flagrante delito, debiendo ser puestos inmediatamente a disposición judicial, sin actuación policial. Son otros 6.128. Casi nueve mil personas con prerrogativas, y más o menos aforadas.

Sin embargo, la familia real no tiene fuero. El Rey no lo necesita, porque, según la Constitución, su persona es inviolable y no está sujeta a responsabilidad, es decir, no puede ser juzgado por nadie, en ningún caso. Pero su familia sí podría serlo. Posiblemente este sea el motivo por el que el Gobierno desentierra el fuero que ya concedía la vieja Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870 a “los príncipes de la Familia Real”. Según un Proyecto de Ley Orgánica del Gobierno, el príncipe, su consorte, y la reina solo podrían ser juzgados ante el Tribunal Supremo. Las infantas seguirían sin fuero. Ni siquiera ellos son iguales ante la ley.

Los poderosos, en general, nunca delinquen de forma personal y directa. Para sus delitos de “cuello blanco” disponen de testaferros, equipos de profesionales especializados, paraísos fiscales y enjambres de sociedades interpuestas. Estas sociedades, como personas jurídicas, pueden tener responsabilidad penal, al margen de la que corresponda, o no, a sus administradores y accionistas, según una reforma del Código Penal de 2010.

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Las sociedades delictivas pueden ser condenadas a penas de multa, de intervención judicial, o de clausura temporal o definitiva. Su proceso y juicio corresponde a tribunales ordinarios, porque las sociedades no tienen fuero, por muy altos que sean los personajes que se resguarden tras el velo de la persona jurídica. Aunque, eso sí, estos difícilmente se resguardarían de la publicidad del proceso.

No es posible entender el propósito de ese proyecto de reforma del Gobierno. Es absolutamente inimaginable que la reina, el príncipe o su cónyuge cometan delitos violentos u otros delitos “normales”, esos cuyos autores pueblan las cárceles. Por eso es necesario concluir que, quizás, el Gobierno haya imaginado otro tipo de delitos posiblemente imputables a tan augustas personas. Serían, obviamente, hipotéticos delitos “de cuello blanco”. Pero estos, normalmente, no serían imputables directamente a ellos sino a sociedades interpuestas que absorberían la responsabilidad.

Por eso esta reforma, con su anacrónica ostentación de desigualdad, oscila entre la inutilidad y la inconveniencia. Como otras reformas del mismo Ministerio, seguramente merecerá el rechazo de los grupos parlamentarios de la oposición por lo que tiene de desigualdad poco ejemplar. Posiblemente tendrá el rechazo de su propio grupo por su desafortunada inoportunidad. Y, razonablemente, de la misma Casa Real, afrentada con estas intempestivas previsiones de delito.

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