Celebración de vida
El genio de Malí contagia su espíritu de ritmo y tolerancia a una sala El Sol poco habituada a los alardes africanos

Hay mucho de fascinante en el ngoni, ese instrumento tan característico de Mali que asemeja un juguete insignificante hasta que algún intérprete avezado pulsa sus cuatro cuerdas y el oyente se queda paralizado de puro pasmo. Parece esta especie de laúd un instrumento tan tosco y rudimentario como para no trascender de la anécdota antropológica. Craso error. Bassekou Kouyaté, corpulento e imponente con esa vetusta barquichuela de madera entre los dedos, se erigió anoche en un bluesman imperial en una sala El Sol diezmada por los avatares futbolísticos, pero inmersa por momentos en la excitación pura y plena gracias al maliense y su ejército de hombres (y mujer) de túnicas verdes.
Bassekou exhibe un poderío tan abrumador que deja a su sexteto (hijos, hermanos, sobrino y esposa) caldeando el ambiente con la inaugural Moustafa para emerger al compás de Jama ko, la adictiva pieza que da título a su reciente tercer trabajo, y acaparar desde ese instante todas las miradas, todos los asombros. Su estatus entre los ‘griots’ o contadores de historias le permite distinguirse con una capa marrón sobre la túnica esmeralda. Pero su auténtico elemento diferenciador es ese ngoni que en sus manos suena como una orquesta étnica, que adquiere dimensiones inauditas con un simple pedal wah-wah.
Entre Kouyaté y sus compinches urden un festín huracanado y sin paliativos, con amplísimos márgenes a la improvisación y la sorpresa. Lo suyo es una celebración de la vida, la tolerancia y el ritmo como pálpito necesario para la circulación de la sangre. Era extraño, pero muy emocionante, asistir al implacable jolgorio étnico en un escenario de tradición mucho más rockera. Y más excitante aún escuchar Poye, legítimo blues del desierto (“africano, no americano”, subrayó Bassekou), que en el disco interpreta Taj Mahal. Palabras mayores, como casi todo lo que atañe a la música maliense.
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