Política en Fallas
En un lugar normal, las fiestas populares las organiza la gente, no el poder
Empieza el mes de marzo y de nuevo escuchamos la canción de los últimos años. Ya saben, eso de que “no hay que usar las Fallas para hacer política”. Más allá de la maravillosa ironía que contiene el hecho de que unas fiestas que se venden a sí mismas como un ejemplo de espíritu crítico popular luego va y resulta que no sean el espacio adecuado para criticar al Gobierno (y muy especialmente al Gobierno municipal, claro, que tan generosamente riega de subvenciones todo el tinglado), la cosa merece un mínimo análisis.
En efecto, las Fallas tienen algo de apropiación por los vecinos de la calle para hacer fiesta en grupo y, de paso, criticar usos y costumbres, políticas de barrio, de ciudad, de país o lo que se ponga por delante. Sin embargo, y con los años, se han convertido también, y cada vez más, en un monstruo no muy agradable, controlado verticalmente por el Ayuntamiento como ninguna fiesta popular lo es en el mundo. La Junta Central Fallera es un órgano administrativo y todo, desde la creación de una falla hasta los premios, acaba dependiendo en buena medida del poder, que no se corta lo más mínimo. Increíblemente, esta organización, que viene del franquismo —y era francamente coherente con su visión de la organización de la participación ciudadana—, no ha hecho sino asentarse en democracia sin que apenas nadie plantee, 40 años después, que no tiene ningún sentido.
En un lugar normal, las fiestas populares las organiza la gente, no el poder. En España, es al revés. En Valencia, como además de populares las Fallas son rabiosamente críticas, como es sabido, pues no solo se organizan sino que hasta se pagan por el Ayuntamiento. Ya sea indirectamente —con esa lucrativa concesión de uso privado de la vía pública para hacer negocio—, ya a pelo —con las subvenciones directas a las comisiones falleras por cada vez más parte del monumento, ayudas que no solo no han disminuido estos años sino que han aumentado mientras el Ayuntamiento, en cambio, no paga a cuidadores de dependientes y cosas como esas, manifiestamente mucho menos importantes—.
Como es inevitable, con esta estructura, luego pasa lo que pasa. Cosas como que las falleras mayores (¡ay, la ritual llamadita desde alcaldía, tan reveladora de cómo está el tinglado!), figura retrógrada impresentable que además utiliza a niñas pequeñas de modo muy cuestionable, se dediquen a repetir como papagayos (o como un Consell Jurídic Consultiu cualquiera) las tonterías que les escriben los políticos de turno sobre lo que es ser valenciano, la unidad de la lengua o lo que sea menester. Pero eso no es hacer política. Es hacer patria. O algo.
La imagen más clara de que política y Fallas nada tienen que ver la tenemos en ese balcón del Ayuntamiento desde el que se preside medievalmente la diversión a que se entrega el populacho, ofrecida gentilmente por los amos. Nada que ver con la política. Todo en orden, todo normal, todo muy homologable a cualquier monarquía bananera como la nuestra. Por eso es de mal gusto y está fuera de lugar criticar, pitar o silbar a quienes desde ese peculiar palco están ahí para ser aclamados, como ha sido siempre y como debe ser. Eso no. Porque eso sí es hacer política. Y sabido es que la política es muy mala y no hay que meterse en ella, por un lado; pero, sobre todo, que las Fallas nada tienen que ver con tan innoble actividad.
@Andres_Boix blog en http://blogs.elpais.com/no-se-trata-de-hacer-leer/
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