Cuento de Navidad
Hay una gran hipocresía sobre los centros comerciales: la gente, en general, está en contra, hasta que se inauguran
Escena primera. Suben al metro tres chicos italianos, que se sientan repartidos entre los dos lados del vagón. Uno de ellos comenta, con la libertad que da hablar una lengua extranjera, que ha estado en una sesión clandestina de boxeo en L'Hospitalet. Que en esa “palestra" —me encanta la palabra— las apuestas iban fuertes. Lleva una enorme máquina de fotos colgada al cuello y asegura que antes de salir lo obligaron a entregar la tarjeta de memoria de la cámara.
Escena dos. Barrio de Gracia, sábado, hacia las nueve de la noche. Llama la atención el comercio abierto hasta tan tarde y la calidad singular de las tiendas, cada una diferente, personal, artesana. Me dan un mapa, de iniciativa privada, que las agrupa en un itinerario de slow shop. Por más que les chirríe el inglés, demuestran un envidiable espíritu de conquista: del buen gusto, de la sorpresa, de la calidad urbana. En la plaza de la Virreina, un grupo se dedica en cuerpo y alma a la percusión atronadora. La gente baila, feliz.
La tercera escena es, de hecho, un reto. Comprobar cuál es la relación entre la plaza Orfila, corazón de Sant Andreu, y el centro comercial de La Maquinista, que está a punto de duplicar su superficie, dentro de una vasta maniobra de extensión de este modelo comercial, que se justifica con la bandera de los ‘puestos de trabajo’. Ya que estamos en época de compras, el reto es ir a la Maquinista en metro, siguiendo una lógica estrictamente urbana.
La Maquinista no es el típico centro comercial situado en un cruce de caminos, que obliga a usar el coche. Y el trayecto desde el metro es interesante. Paso por can Fabra, con su espléndida fuente mutante, y topo con Lluís Cabrera, que me cuenta que el Taller de Músics —una estructura de ciudad— tiene una sede en ese centro cívico.
El azar de estos encuentros confirma una Barcelona que se reparte en los barrios, con una envidiable vida propia. Sigo caminando hacia el vacío de las vías de la Sagrera como quien va al fin del mundo, pero cuando cruzo al otro lado hay un parque, situado en los terrenos originales de La Maquinista, la gran fábrica metalúrgica de una Barcelona que ya no está. Es un parque lineal, con su lago, su escultura (una máquina que no alcanzo a saber para qué servía), sus viejitos al sol. Pero la sensación es que aquí la ciudad un poco se deshilacha.
El barrio es flamante y tiene ese aire artificial propio de los barrios de estreno. Al fondo del parque está el centro comercial, que preside la ordenación del espacio. Son unos cubos ciegos, de una dimensión humana, que no intimidan. Hay grandes carteles de bienvenida y una placita interior tiene una pista de hielo. En el barrio no hay comercio a la menuda, ni lo habrá, porque La Maquinista resulta una oferta doméstica para los vecinos.
En la calle lateral, Sao Pablo, hay un sex shop descomunal, el más grande que he visto nunca, pero por la calle no camina nadie, porque este negocio lo ocupa todo y no muestra nada. La Maquinista es un espacio austero, casi elegante, si no fuera por la convencional acumulación de franquicias. Cuando hago el camino de vuelta, compruebo que desde el parque se ve la cúpula de la iglesia que tutela la plaza Orfila. La ciudad empieza casi donde termina el centro comercial.
En estos momentos, en Barcelona se están planteando sumar más de 50.000 metros cuadrados de grandes superficies. La gente, en general, es contraria a este tipo de construcciones, hasta que se inauguran. Es una crítica teórica. El centro comercial es una forma de ocio y provisión perfectamente aceptado por la mayoría. La administración dice que no, que los frenan, para que no se enoje el pequeño comerciante, pero cuando aparece una excusa tira para adelante. Tenemos doce grandes superficies, una más en proyecto (Sagrera), y se esperan las ampliaciones de Glorias y La Maquinista. Otros proyectos se reparten en los alrededores metropolitanos, donde ocuparán suelo industrial. Hay, pues, una enorme hipocresía en relación al tema: todo el mundo va a Ikea, todos los ayuntamientos cobrarán tributos de los futuros oulets.
Las ciudades presentes en este artículo acaban convergiendo en una resultante, que es la que estira hacia adelante el progreso. Estas y muchas otras ciudades. El Ayuntamiento pone en juego la fuerza mayor. El ciudadano maneja las pequeñas iniciativas, el alcalde la grandes, pero al fin y al cabo el escenario es el mercado. Es el Ayuntamiento, pues, el que decide si la ciudad del negocio acaba ahogando o no a las ciudades ciudadanas. El que decide si el joven que va a la “palestra” clandestina se encontrará o no con la chica que ha montado su encantadora tienda personal en Gracia. Repito: el que decide.
Final feliz: las luces navideñas, preciosas, imaginativas. Hay alguna perspectiva callejera formidable. La pequeña frivolidad, tradicional y viva, que nos podemos permitir. Esa, y ninguna otra. Por favor.
Patricia Gabancho es escritora.
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