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CANCIÓN | The Tallest Man on Earth
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El talento y la pasión desbordada

Kristian Matsson hace siempre buena su vitola como “el Dylan escandinavo”

Un momento del concierto de The Tallest Man on Earth, ayer en el teatro Fernán Gómez.
Un momento del concierto de The Tallest Man on Earth, ayer en el teatro Fernán Gómez. kike para

El Hombre Más Alto de la Tierra es un buen mozo, pero no tan espigado como proclama su sobrenombre. Y las biografías señalan que nació en el pueblito sueco de Leksand, por mucho que él no habría tenido inconveniente en ver la primera luz desde Duluth, Minnesota. Kristian Matsson hace siempre buena su vitola como “el Dylan escandinavo”, lo que, con un referente tan elevado, debe constituir motivo de orgullo. El nórdico nunca alcanzará al señor Zimmerman en genialidad y trascendencia, pero le aventaja en varios detalles.

Es más guapo, aunque esta característica provenga más de la lotería genética que del mérito personal. Su tesitura vocal resulta mucho más generosa, lo que le permite agrietar la garganta pero también retumbar con gravedad, como impregnado de nostalgia y humo (Bright lanterns). Su dominio de la guitarra se antoja insultante y, además de rasguearla, puede aplicarse con unos arpegiados diabólicos que en Thousand ways recuerdan a Donovan, uno de los padres del fingerpicking. Y, sobre todo, acredita una empatía arrolladora: no imaginamos a Dylan, ni a casi nadie, saltando a la platea del Fernán Gómez antes de comenzar el concierto para abrazarse con un público entre perplejo y entusiasmado.

La expresión corporal del sueco es en sí misma un espectáculo

Matsson se ha granjeado tan amplias simpatías (hoy repite en el mismo teatro) y puede sostener un concierto de 80 minutos en la más estricta soledad porque a su talento como cantautor se le suma un talante de pasión desbordada. Su sola expresión corporal es en sí misma un espectáculo. Actúa con el cuerpo arqueado, encogido, como si cobijara el precioso tesoro de su guitarra entre el tronco y los muslos. Pasea como fiera enjaulada por todo el desierto escenario, le propina puntapiés a la banqueta, arroja las púas al suelo o al patio de butacas, se pelea con las minúsculas mangas de su camiseta roja y hasta acepta diálogos ingeniosos con el público. “¡Te quiero!”, acabó gritándole, inevitablemente, una voz femenina hacia el final de la noche. “Eso es porque no me conoces por las mañanas”, adujo él.

La velada se abre apropiadamente con King of Spain (una pieza que cita en su letra Boots of spanish leather, por si cabían dudas del ascendente dylanita) y prosigue con una magnífica cascada de canciones que no privilegian a su estupendo último álbum, There’s no leaving now, respecto a los dos anteriores. Hay permanentes cambios en las guitarras, acústicas o eléctricas y de abundantes modelos, pero a la postre solo contamos con un hombre, su voz y esas seis cuerdas alternativamente pellizcadas o sacudidas. No existe otro arsenal, red de seguridad ni artificio: el espíritu del Greenwich Village sigue vigente más de medio siglo después.

Difícil escoger entre un repertorio tan notable, aunque subrayaremos The wild hunt y su ingeniosa conexión con Graceland, de Paul Simon; la ternura de Criminals, que recuerda a Don’t think twice, its all right; o la belleza de Revelation blues y Burden of tomorrow, esta última dedicada a su paisano, amigo y telonero Daniel Norgren. Otro hombre orquesta de talento enorme: entre Anders Grahn (contrabajo y segunda voz) y él (voz, guitarra y bombos accionados con ambos pies) se bastaron para revivir el espíritu de The Band con una hondura sentimental admirable. La pasión escandinava, ya lo ven, es cosa fina.

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