Más que un fenómeno juvenil
El malagueño reúne a 15.000 personas entregadas en Palacio de los Deportes de Madrid
El mismo protagonista de la noche desveló el dato al cuarto de hora del concierto: algunas chavalas llevaban 11 días haciendo guardia frente al Palacio de Deportes para asegurarse un lugar de privilegio. Nadie despierta ahora mismo tanta devoción como Pablo Alborán, este malagueño de 24 años que irrumpió hace tres temporadas sin más padrinazgo que el de unas cuantas canciones escritas de puño y letra. Sin otra estrategia más allá de su propia sensibilidad ultrarromántica, un argumento tan redundante como inagotable. Que se lo digan a las 15.000 almas que se desgañitaban ayer con sus versos de pasión y desengaño, convencidísimas todas de que las retrataban como nadie antes lo había sabido expresar.
Alborán ha revitalizado con solo un par de álbumes (tres, si contabilizamos el acústico) un mercado discográfico escuálido, mortecino, sumido en la depresión. Y lo ha hecho desde la humildad y el esfuerzo, sin pegarle codazos a nadie y cantando bonito, con un melisma casi más arábigo que andaluz. Aún incurre en excesos y pega resbalones, casi todos concentrados en el arranque del concierto. Toda la noche recurre a esa poesía de mercadillo y musicasete (“He pensado en ella toda la noche / en cada poro de su piel”), Me iré rima “ti” con “mí” y los futuros entre sí, y de Deshidratándome no se acordará casi nadie, puede que ni su autor, a la altura del cuarto o quinto disco. Pero a partir de Yo no lo sabía, un tema más elaborado e infinitamente menos predecible, se comprende que lo de este muchacho no será flor de unos pocos días.
La canción melódica puede resultar cargante, irrisoria, fugaz. Un prurito tan pasajero como el acné. Pero no es lo mismo arte que hartar, que diría el amigo Alejandro. Y Alborán, sombreros fuera, muestra claros indicios de lo primero. Se equivoca con una versión planísima de La vie en rose, de Edith Piaf (al margen de que los jovenzanos la desconociesen), y a veces incurre en ese sonido fofo e impersonal en el que sobran los solos de guitarra rupestres y tres cuartas partes de los teclados. Pero en su faceta más íntima gana una barbaridad. Nunca lo sabremos, por desgracia, pero la intuición dice que Carlos Cano habría aplaudido El beso (y quizás Te he echado de menos) como parte de su herencia. Y Tanto es una canción magnífica, qué demonios: sentida, diferente, con una modulación preciosa y escasa concesión al tópico.
Sería reduccionista y torpe catalogar a Pablo como un mero fenómeno juvenil. Perdurará, a poco que le acompañen la inspiración y la coherencia. Lo sabe Miguel Bosé, que acumula unos cuantos trienios en esto y le respaldó por sorpresa en Éxtasis. Y lo saben todas esas chavalillas que un día habrán de tomar decisiones más trascendentales que escoger la foto para el perfil del guasap, pero seguirán descubriendo estribillos que parecieran escritos expresamente para ellas.
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