La ciudad de las 4.000 terrazas
La Barcelona de antes del 92 no tenía terrazas, excepto en la Rambla. Recuerdo que escribí un artículo reclamando mesitas con manteles de cuadros, a la manera italiana, en las plazas góticas, pero no pasó nada porque aquella era una ciudad pre-turística, que tuvo que forzar un “plan de hoteles”, con diez —¡sólo diez!— establecimientos construidos en suelo público, tanta era la necesidad. Era una ciudad que apenas empezaba a modelar el alcalde y aquel equipo brillante de urbanistas y arquitectos, cuya epifanía fue una asombrosa historia de amor: el más grande éxito del despotismo ilustrado en la era contemporánea. Pero un proyecto, aquel, condenado a pudrirse con el tiempo, porque el éxito era demasiado, porque aquel amor por la ciudad era casi adolescente, porque el impulso sólo podía derivar en frivolidad. En la infantilización acrítica del ciudadano.
Hoy ya no queda nada que aplaudir: la ciudad la hacen los turistas, recibidos como el maná que nutre en la sequera de la crisis. Barcelona tiene 4.200 terrazas. El alcalde Trias no ha podido ni siquiera defender la primacía del espacio público y hasta los lavabos han quedado secuestrados de la mano del PP y sus votos indispensables. Solo podrán miccionar los que paguen. El amo del bar —y del WC— esgrime su derecho: yo pago la tasa de la terraza, que el cliente haga gasto también.
Que Barcelona se haya convertido en un bazar turístico muestra cierta impotencia oficial para controlar la evolución de la ciudad
Las terrazas lo ocupan todo, privatizan hasta el aire de la calle. Las hay inmersas en un ruido sólido de tan espeso; otras dejan centímetros para pasar caminando; la mayoría son encantadoras, a pesar de ese mobiliario de aluminio más propio de un camping que de una ciudad de diseño (y no hace falta citar a París). Las terrazas han proliferado, y no sólo porque la ley seca tabacal obliga a los parroquianos a fumar a la fresca. La nueva ordenanza las multiplica: cada establecimiento podrá tener una, al margen de la topografía exacta de su localización.
Las terrazas son un modelo de ciudad, una manera de entender la vida. Cuando alguien quiere vender Barcelona, vende las terrazas: la ciudad amable, de charla perpetua, esa sonrisa de los anuncios oficiales bobalicones que el Ayuntamiento anterior pagaba para seducir a una ciudadanía que empezaba a cabrearse. Pero la abundancia excesiva de terrazas da cuenta de una cierta impotencia oficial para controlar la evolución de la ciudad. Dejar hacer: si hay negocio, es lógico que cada uno quiera su parte. Barcelona es un bazar turístico que acaba cerrando librerías céntricas —la Catalonia es una hamburguesería; la Canuda será una tienda de Mango— porque el ciudadano cambia de ruta, porque la especulación sube los alquileres, porque hay una prosperidad que siempre es cruel. La frivolidad del modelo Barcelona, todavía vigente, tiene sus consecuencias en la osamenta profunda de la ciudad.
Una forma de vida vendida como señuelo: mediterráneamente
Este modelo inercial tiene otros efectos, aunque algunos estén siendo frenados por la crisis. Los edificios emblemáticos son la otra cara de las terrazas, son parte de esa ciudad abocada a pasar el rato, a curiosear, a hacer fotos. Hoy tenemos unos Encants de cubierta espejada y ligeramente hortera, aprobados por el alcalde Hereu, construíos por el alcalde Trias y sostenidos, cómo no, en un discurso redentor: hay que mostrar que la calle continúa presente en el mercado. Pero ya no es la calle como la vivían los paradistas o los clientes, sino su imagen reflejada allá arriba.
El viejo debate de los chiringuitos de la Barceloneta, la modernidad que arrasa, y puede sacrificar sabor popular, el punto de cutrerío, si la solución es genuina. Los nuevos Encants deberán demostrar su validez, pero de momento les llueve dentro. Mientras, los diarios nos dan cada día la dimensión del fracaso. Sant Pau, el hospital adyacente, tuvo sobrecoste porque se pretendía hacer un edificio “de autor”, dicen los que declaran ante el juez. La Sagrera se puede hacer con 200 millones menos si se le quita un paseo ajardinado en la cubierta y se retoca el vestíbulo. La Barcelona de las 4.000 terrazas: escaparate, postal, el sobrepeso del diseño. Una forma de vida vendida como señuelo: mediterráneamente. Y el dolor, la exigencia, que no caben en el anuncio festivo.
Patricia Gabancho es periodista y escritora.
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