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CANCIÓN | Ben Howard
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Dulce chico torturado

El trovador de Devon muestra sus mejores hechuras en el Price ante casi 2.000 espectadores

¿Quién dijo que por aquí apenas conocíamos a Ben Howard? La nueva sensación del folclor inglés irrumpió anoche en el escenario del Price entre los aullidos casi voluptuosos de un público joven, documentado y nutrido (¡1.800 espectadores!) que sabía lo que se avecinaba. Casi nunca es casual que a un chaval de juventud insultante (24 años) le lluevan parabienes y galardones. Habrá quien le tome por un muchacho de estilo redundante y temática más angustiada de lo que le correspondería en términos generacionales, pero anoche refrendó una rara excelencia instrumental y emocional. A Howard no le han regalado su candidatura al Mercury (disco del año), los dos premios Brit o los vítores multitudinarios en Glastonbury: desde Nick Drake, pocos han sabido aunar ternura y congoja en proporciones tan convincentes.

El trovador de Devon no racanea munición y muestra sus mejores hechuras ya desde el segundo tema, Black flies: intensidad, voz granulada al principio y muy poderosa cuando la pasión se desboca, un dominio fascinante de la dinámica. Las estrofas nunca suenan iguales, a veces se susurran y otras se exaltan, los finales de frase pueden alargarse casi con regodeo. Sumemos un dominio abrumador de la técnica guitarrística, esa virtud tan británica desde Bert Jansch (hay otros casos recientes; prueben con Sam Carter). El resultado es el de un dulce chico torturado que tan pronto sonríe como se desgañita, que en la fantástica Wolves imita el aullido de lobo y termina repitiendo “love, love, love” como una letanía. Acaso un hechizo.

Puede que desde Damien Rice nadie haya expresado así el tormento. El paralelismo se acentúa con una iluminación tenebrosa y la presencia de una estupenda cellista, cantante y percusionista, India Bourne, a modo de contrapeso. El tramo final resultó vigorizante: Keep your head up es una inyección para curar a los pusilánimes y The fear vuelve a entrelazar energía y zozobra (“todos vivimos nuestras vidas en los confines del miedo”). Y para quienes aducen que Howard es reiterativo, aún quedaba la exhibición acústica de Keiko (donde la guitarra sirve también como percusión) y el aire casi progresivo de Oats in the water, con un éxtasis final a la manera de Lindsey Buckingham. No, no es casual lo de este rubio zurdo.

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