Trabajar sin pestañear
Un puñado de estatuas humanas exponen su arte y dotes teatrales en el centro de la ciudad. La crisis hace mella, pero ellos piden sobre todo reconocimiento de su público y mayor regulación
Francisco Aguado ha elegido ya el fondo perfecto. Detrás de él, la pared oscura con finos hilos dorados destaca a la perfección el personaje en el que se transformará. Son las once de la mañana, ha llegado la hora de montar el chiringuito. Primero busca un lugar con sombra para sentarse hora y media. Después se aplica una capa de maquillaje gris claro desde los bordes hacia el centro de la cara. Poco a poco, su rostro se convierte en caliza vieja. Aguado se mentaliza de que faltan segundos para dejar de ser él y petrificarse en Cayo Plinio, el filósofo de Pompeya que narró la catástrofe de la erupción del volcán Vesubio. Llega el momento. “Hago dos estiramientos y para dentro”.
Aguado, de 42 años, es una de las estatuas más veteranas de Madrid. Aunque dice que ha perdido la cuenta, calcula que lleva al menos 15 años en el oficio. Su trabajo consiste básicamente en quedarse quieto durante una hora o dos. Una tarea en apariencia fácil, pero que requiere de mucha concentración para no perder el equilibrio. “Yo suelo coger un punto de referencia, fijo ahí la mirada y después nada me distrae”, asegura.
La práctica hace al maestro, y esos 15 años de trayectoria le han valido para definir su estilo. “Lo mío es el estatismo. Eso quiere decir que no puedo ni pestañear. A veces me da pena por los niños, pero no puedo moverme”. Y es que este madrileño tiene claro que para este oficio no todos sirven: “Para moverse vale cualquier, pero para estar una hora quieto, no”.
Aguado conoce el centro de Madrid como si se tratara de un mapa que ha estudiado con lupa milimétrica. “Yo juego con la psicología y con el turismo”. Por las mañanas suele ser la acera frente al Museo de San Fernando en la calle de Alcalá. “No me importa la cantidad, sino la calidad. Prefiero que la gente que valore mi trabajo sea de un nivel cultural alto, que sepa apreciar el arte”. Por las tardes se traslada a la Puerta del Sol o a la calle del Arenal, dos puntos estratégicos por la cantidad de personas que fluyen por allí. “Eso sí, en verano siempre busco la sombrita”, bromea.
Antes de subirse a su pequeña plataforma, Aguado rebusca en su estuche un pincel para limpiar el resto de polvo que pueda quedar en su traje. No es fácil quedar con él, ya que sus múltiples compromisos lo tienen viajando de un lado a otro. “La semana pasada estuve en un festival de estatuas humanas en Guadalajara. Vengo de otro festival en Portugal. Gané los dos. Y dentro de poco participo en uno en Bélgica”, presume orgulloso.
A Cayo Plinio lo descubrió por casualidad. Un amigo le habló de la tragedia de Pompeya y, a base de “pensar, pensar y pensar”, surgió el personaje. Construirlo le tomó su tiempo: “Fueron cuatro meses desde que comenzó en mi cabeza hasta que finalmente terminé el traje”.
Para explicar el valor de su trabajo, su vestuario, baja un poco la voz, concentrándose para decir las palabras exactas. “El traje de Cayo Plinio está hecho a base de espuma de poliuretano. A medida que va creciendo la extiendo con una espátula y luego con una brocha mojada con agua la voy bajando”. Tan importante como la forma es el color. “A mí me gusta utilizar siempre dos tonos, creo que resalta más. Como es un personaje antiguo, utilizo el gris y le echo por encima algunas pinceladas de dorado”. La transformación completa le lleva unos 20 minutos.
Una profesión poco regulada
Madrid no cuenta con ninguna ordenanza que controle la presencia de estatuas humanas, a diferencia de Barcelona. La nueva regulación municipal de La Rambla establece que solo podrán actuar 15 artistas a la vez, organizados en dos turnos diarios.
La de Aguado es una de las más veteranas, pero no es la única efigie plantada en el centro de Madrid. Justo al lado del caballo de Carlos III, Jesucristo y un borracho charlan amistosamente. O Santiago y José, como les llaman en sus casas.
“La gente se cree que nos pasamos el día aquí porque estamos en paro. Pero este es mi trabajo y me gusta. Y además, me permite viajar por todo el mundo”, explica José. Este madrileño, de 57 años, se dedica a quedarse quieto en medio de la calle ante la mirada atónita de los paseantes. Antes que nada quiere dejar muy claro que lo hace por elección propia, aunque la respuesta de su público lo desanima muchas veces.
“La gente no lo valora. A veces me tiran una moneda de cinco céntimos. Y eso no lo admito. Les pido que nos respeten”. El respeto es su tarjeta de presentación. Si bajas la mirada, sobre el suelo yace una pequeña advertencia: “Soy un artista, no vivo en la calle”.
José no bebe. Bueno un poquito, pero nunca se emborracha. Un estilo de vida muy distinto del personaje que interpreta desde hace tres años. Antes de convertirse en una especie de muñeco de barro, José trabajaba como pinchadiscos en Canarias. Se considera un hombre de mundo: “He viajado por todas partes yendo a festivales y sé tres idiomas”, asegura.
Su horario de trabajo es sencillo: suele llegar a la Puerta del Sol a las diez de la mañana, y se va alrededor de las seis de la tarde. Tarda unos 20 minutos en ponerse el traje y pintarse la cara con un maquillaje marrón. “Cuando termino, me cambio aquí mismo”. Y añade: “La clave del arte es que los vestuarios y el maquillaje lo hagamos todo nosotros”.
Empezó en la profesión por su amigo Jesucristo... Santiago, mejor dicho. “Nos conocimos en Madrid. Me dijo que le interesaba esto del teatro, así que le enseñé todo lo que sé”, explica Santiago, un gallego que acaba de cumplir 34 años. La vida lo fue llevando poco a poco por este camino. Comenzó en Galicia como montador de cargas, pero la dificultad para encontrar trabajo lo inclinó hacia su verdadera pasión: el teatro.
Así que se trasladó a Madrid, donde comenzó en talleres y en obras y poco a poco el estatismo le fue absorbiendo. Pese a todo, lo que más le encanta de su labor es la libertad: “No tengo que estar sometido a la presión de los jefes, trabajo cuando quiero y cuando puedo”. Teñido entero de plateado con algunas pinceladas de morado, Santiago asegura que se siente identificado con la filosofía cristiana: “Lo escogí porque creo que pensamos de la misma manera. Los dos somos algo jipis”.
“¡Ven, hija, sácate una foto con la estatua!”. “¡No, hija, no llores!”. A los cinco minutos de subirse a su pequeño estrado, Aguado observa ya un desfile de personas que lo miran, algunas atónitas, y otras con una sonrisa cómplice. Poco a poco, su hucha se va llenando de monedas de viandantes que pretenden así sacarle alguna mueca, un gesto, quizá algo que lo delate como persona de carne y hueso.
El trabajo resulta más o menos rentable, aunque la crisis ha hecho mella, como en casi todo.
Aguado no quiere hablar de lo que gana en una jornada. “En un buen día, podemos hacer unos 80 euros”, se quejan sin embargo Santiago y José. “Pero últimamente ganamos menos. Hoy por ejemplo, nos han dado 20 euros”. El lamento de Santiago y José parece ser algo común en el gremio, que cuenta con una asociación de estatuas humanas, creada en Madrid pero que agrupa a las de toda España.
En Madrid no existe ninguna ley que regule a las estatuas humanas, a diferencia de Barcelona, en donde, por ejemplo, se limita la actuación en Las Ramblas a 15 artistas a la vez en dos turnos diarios. Jesucristo, el borracho y Cayo Plinio coinciden en defender estas limitaciones para evitar las aglomeraciones y, sobre todo, el intrusismo. “Ahora se está viendo mucha más gente, es verdad. Pero creo que muchos se han metido por necesidad”, asegura Aguado. “El tema de los rumanos lo tengo muy claro. Nada más van a ver dinero. Todas las esculturas son copiadas. No hay nada original”, critican.
De Rumanía proceden Jorge, Jonut y Marius. Pero de lunes a viernes se transforman en dos aladinos que levitan en la calle. ¿El truco? “Tienes que fijarte bien, porque no te lo voy a decir”, responde Jonut.
Cuando termina de trabajar, Jorge se levanta cansado, mueve el cuello de un lado a otro y pide un rato para respirar. “Estar ocho horas al sol bajo un velo no es fácil” señala. Jorge y Jonut, que son padre e hijo, llevan año y pico en este oficio. Ambos trabajaban antes en el sector de la construcción. Se quedaron sin trabajo. “Compramos una tela, no cualquier tela, sino una de calidad, y nos convertimos en el personaje”. Los tres hacen caso omiso a quienes opinan que solo buscan dinero, y remarcan sus orígenes artísticos. “Mi padre tenía un circo ambulante, así que sé actuar”, explica Marius.
Unas calles más arriba, en los arrabales de la plaza Mayor, un hombre del tiempo cuenta impasible a los transeúntes con las manecillas de su reloj. Quien se acerque mucho se puede llevar un buen susto: “¡Ey!”, saluda apuntando con su bastón, “¿qué pasa, linda?”. Moisés es chileno, vive en España desde hace seis años, y hace 13 que eso de petrificarse en vida le da de comer. Llegó aquí por una “locura que le entró”, y esa misma locura ha teñido a sus sucesivos personajes.
“El relojero se me ocurrió un día nomás. Encontré un saco que estaba roto por la espalda y le fui poniendo parchecitos. Luego le pegué un reloj en el pecho y pinté el traje entero de cobre. Al final me gustó como quedó”, explica.
No es su único personaje. También ha encarnado a un bombero, a un niño, y a un muñeco de cuerda que va a presentar dentro de poco en un festival. Su aspecto oxidado no intimida a sus fans. “Muchas felicidades por su disfraz”, le dice una mujer mientras le echa una moneda en una alcancía. “La gente sabe reconocer lo bueno”, remarca.
Lo que es común a todos ellos es el sentimiento de libertad que les da este trabajo y las ganas de hacerlo por mucho más tiempo. “La gente cree que vivimos en la calle, pero no es verdad. Nosotros trabajamos en la calle”, dice José. El punto es hacerlo por mucho tiempo. “No es que sea mi profesión, es que esto es una profesión”, concluye Aguado.
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