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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Autonomismo de capa caída

No obstante el creciente descrédito del autonomismo vigente, parece impensable un regreso al viejo régimen centralista

A fuer de sinceros habremos de reconocer que la vocación y voluntad autonomista nunca han calado hondo en el sentir de los valencianos. Después de aquellas clamorosas y ya lejanas manifestaciones predemocráticas de los años 1976 y 77, arracimadas en torno a la pancarta de Llibertat, amnistia i estatut d'autonomia, esta reivindicación comenzó a diluirse. Los nacionalistas, que fueron su fermento, pronto se desencantaron del proceso administrativo que se tejía y la inmensa mayoría social se acomodó a lo que vino a cuajar en una descentralización con mucho aparato institucional y burocrático. A comienzos de los ochenta, la periodista María Consuelo Reyna, el gurú más acreditado de la derecha entonces, resumía la ventaja de este remedo de autogobierno diciendo que ofrecía “a los políticos más puestos donde colocarse”. Muchos puestos, como se ha visto, para colocarse y para medrar.

Ahora, el último barómetro autonómico del CIS ha venido a constatar la creciente decepción autonomista de los valencianos, tal como ocurre en otras seis autonomías que se muestran más proclives al Estado centralizado. En lo que nos concierne y con respecto a un sondeo de 2010, los partidarios de una menor autonomía han crecido 16 puntos y un 40% de los ciudadanos de la Comunidad Valenciana, al igual que la de Madrid, defiende un recorte del actual autogobierno. Otros datos significativos de la encuesta revelan una clara involución del actual modelo territorial, exceptuado el caso de Cataluña, donde crece el independentismo.

¿Razones de tal fenómeno? No se hacen constar en el mencionado muestreo, pero tampoco sería temerario invocar como tales la actual crisis económica que impele a defender o apelar a cambios más o menos fundamentados, pero preferibles a este resignado quietismo mientras se produce la mejora que nos prometen, pero que no se atisba por lado alguno. Añádase a ello el desarme de recursos, la ineficiencia, despilfarros e impotencia que el Gobierno autonómico —aludimos al valenciano, pero no sólo— viene exhibiendo para afrontar la tenaz recesión y, como guinda, el bochornoso espectáculo del saqueo de dineros y bienes públicos llevado a cabo por buena parte de la clase política gobernante.

No obstante el creciente descrédito del autonomismo vigente, parece impensable un regreso al viejo régimen centralista. Hay demasiados intereses creados y aparentemente resultan desorbitados los previsibles efectos de tal trastrueque. ¿Qué hacer con tanto desempleado público y grey política sin cargo o prebenda? La complejidad del problema es la mejor garantía de la perennidad del sistema. Sin embargo, el auge de sus críticos y desencantados, así como la evidencia de sus costes y disfunciones, están propiciando una reforma a fondo que convendría consensuar si ello es posible antes de que la emprendiese, pongamos por caso, un reformador como el repristinado José maría Aznar, que se acaba de postular para salvarnos. Y puestos a ello, la experiencia de estos años alecciona tercamente que Cataluña y Euskadi son rancho aparte y el resto, salvo algunos matices, va servido con café para todos. A qué engañarnos.

Y permítasenos un cambio de tercio para celebrar que la revista Mongolia —sátira y denuncia documentada— ha cumplido un año y, según informa, ha cuadrado casi sus cuentas. Un prodigio. Por estos pagos se agota su tirada, lo cual garantiza una bocanada mensual de buen periodismo impreso, tan escaso. Larga vida.

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