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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El marqués y el monaguillo

Es comprensible la preocupación del señor García-Margallo, porque, al margen de los avatares borbónicos, la marca España es un gran hallazgo político

Al contrario de lo que predica el maestro Millás, todo es muy lógico. El delegado para España de la canciller, el señor Rajoy Brell, va camino de convertirse en un pato mudo. Nada dice, no ya por gallego, sino por la discreción propia de quien actúa por encargo. También es verosímil que no tenga nada que decir. No es de extrañar que casi todos sus ministros parezcan loros, repitiendo el argumentario que les pasan al iPhone los supercicutas de comunicación. Con dos excepciones, Wert que es un ministro-señuelo para entretener a los opositores (partidos, sindicatos y nacionalistas periféricos) y José Manuel García-Margallo, que como amigo del delegado-presidente se permite interpretarlo y como encargado de negocios ante el gobierno de la señora Merkel, es el que más proximidad tiene con la autoridad competente. Así que ha dicho estos días lo que Rajoy callaba y el jueves García-Margallo manifestaba la “enorme preocupación del Gobierno” ante la imputación de la hija del Rey, al tiempo que pedía que el procedimiento judicial se sustanciara “con rapidez porque, efectivamente, beneficiar, no beneficia a la marca España”. La frase no tiene nada de rara, porque García-Margallo lleva repitiendo lo de la marca España desde que entró en el gabinete (me niego a llamarlo Gobierno). Sin ir más lejos el 12 de marzo subrayaba la importancia para la marca España de que el nuevo Papa hablara en español y, una semana después, con el objetivo de impulsar la marca España, se reunía con la llamada “Alianza por la Competitividad”, compuesta por seis grandes organizaciones empresariales.

Es comprensible la preocupación del señor García-Margallo, porque, al margen de los avatares borbónicos, la marca España es un gran hallazgo político. Es una solución que acaba con el problema de España. ¿Es España una nación? ¿Un Estado plurinacional? ¿Acaso, esa cosicosa que se llamó nación de naciones? Déjense de historias los historiadores, olvídense los politólogos de Ernest Renan y su famosa conferencia Qu’est-ce qu’une nation?… no le den más vueltas los nacionalistas de uno y otro confín: España es una marca. Lo cual soluciona muchos problemas. Por ejemplo las naciones están formadas por ciudadanos, con derechos y deberes. Eso se ha acabado, como España es una marca, los españoles somos mercancía, con cuyo valor y precio se trafica al albur de las fluctuaciones de los mercados. Aquí queda cada vez menos Estado, porque esto no es más que la marca España, la nueva marca hispánica del reconstituido Sacro Imperio Romano Germánico, con dos papas (eso sí, uno habla en español), una sola emperatriz verdadera y un marqués, García-Margallo, al que, como nobleza obliga, le corresponde ocuparse de la marca.

Y si se está poniendo difícil eso de ser español, imagínense lo de ser valenciano, con un delegado del delegado de su majestad imperial, ocupando el Palau de la Generalitat, que ha resucitado la figura del escolà d’amèn, sacristán de amén se dice en castellano, un monaguillo –explico para los más jóvenes- que no tenía más función que decir amén y que pasó al lenguaje coloquial para designar al individuo que ciegamente sigue siempre el dictamen de otro. Todo se degrada y de un president curita, hemos pasado a un president monaguillo.

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