Gol de Alborán
El malagueño va más allá de las eclosiones hormonales, las fotos tamaño póster y las cartulinas con corazoncitos rotulados
A Papito le ha salido un hijito que se le sube a las barbas. Ya sucedió allá por octubre, en el abyecto Vistalegre: fiesta del pop español patrocinada por una radio, Miguel Bosé de plato estelar y el joven, sonriente y rutilante Pablo Alborán como aperitivo para el padre omnipresente de nuestra más digna música comercial. Pero en esas resulta que el clímax se produce con Tanto, cuando las muchachas levantan un palmo del suelo en unánime levitación colectiva. Así que Bosé tuvo que sacar la artillería pesada, con Bandido en versión maquinera, porque ni los golpes de cadera del mismísimo Don Diablo igualarían semejante éxtasis.
La convocatoria de otoño corría por cuenta de Cadena Dial; la de esta primavera aún lánguida, también con afán solidario —la reconstrucción de una escuela india a cargo de Manos Unidas—, la patrocinaba Cadena 100. Si de una eliminatoria a doble partido se tratara, Alborán se habría clasificado para la siguiente ronda. Porque el malagueño va mucho más allá de las eclosiones hormonales, las fotos tamaño póster y las cartulinas con corazoncitos rotulados. Tiene un melisma muy bonito, casi más moruno que andaluz; cantaba Me llaman loco y podríamos imaginar el aplauso de Carlos Cano. Bosé, más elegante y menos polícromo que a comienzos de gira, tuvo que redoblar la apuesta con Como un loco, Nena o ese Creo en ti que suena como Un velero llamado libertad porque también es de Perales. En cualquier caso, bienvenidos sean los vientos frescos de los alboranes. Ahora que ya hemos perdido la fe hasta en Del Bosque, bien está que encontremos quién meta los goles.
La fiesta había comenzado hacia las ocho de la tarde, con muchos de los 14.000 espectadores aún guardando cola en la calle. Abrieron boca Efecto Pasillo, la voz negroide de Chila Lynn, la cándida Georgina y la eurovisiva Loreen, defensora de ese Euphoria maquinero que huele a éxito efímero. Y todo ello para desembocar en Melocos, firmes defensores del almíbar con un cantante repeinado que rima “vos” con “voz” sin que se le inmute la gomina.
Elevó el nivel Manu Carrasco, un onubense que, más allá del pasado triunfil y los suspiros que provocan sus ojos gatunos, es un baladista razonable. Y sensible: tuvo el detalle de dedicarle el mejor de sus estribillos (“Que nadie calle tu verdad, que nadie te ahogue el corazóóón…”) al maestro Bebo Valdés. A Guevara la conocían pocos y a Lagarto Amarillo (los de la ñoña e inacabable Culpable) los definió el rumboso presentador como “un grupo de hermanos, igual que Jackson 5 y Pimpinela”. La producción, eso sí, notable: los cuatro escenarios en uno permitían que las actuaciones se sucedieran a buen ritmo y sin casi playback.
Tras el colegueo facilón de Macaco (“¿estáis preparados para un poquito de love?”), el bajón de Vanesa Martín o Robert Ramírez y el bochorno del tal Pulpo, bailando con unas chavalitas minifalderas y unos escolares uniformados de Quinto, el romántico Álex Ubago y la volcánica Malú allanaron el camino para la irrupción de Pablo I El Deseado. Y tras Bosé, por las fechas que son y para mimetizarnos con el violeta nazareno corporativo de los anfitriones, media hora de penitencia con Melendi. Señor, qué cruz.
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