Tratado de pesadumbre
Mark Eitzel, quien fuera líder de la banda de música American Music Club, es un espectáculo; en las distancias cortas, más aún
El californiano Mark Eitzel es un espectáculo; en las distancias cortas, más aún. El torrente emocional que emerge de su repertorio le convierte en un gran intérprete, en la más vasta acepción del término: pasea por el exiguo escenario del Café Berlín, se agita y convulsiona, acerca o aleja el micrófono de los labios, gesticula, da palmas sin orden aparente, patea las tablas, degusta con fruición su copa de vino tinto (que acabará rompiendo) y, en general, hace tantos aspavientos con las manos que entran ganas de regalarle unos bolsillos. Lo único que permanece invariable es su visera oscura, emblema de hombres bohemios, malditos, callejeros, nómadas. Un distintivo redundante, en su caso: no hay muchos músicos que sepan plasmar la pesadumbre como quien fuera líder de los intermitentes e infravalorados American Music Club.
El Berlín es una madriguera angosta y deliciosa, hábitat perfecto para que Eitzel mostrara con toda crudeza y cercanía la intensa belleza de ese cancionero dolorido. Mark encarna al perdedor paradigmático. Ejerce como autor excelso al que nunca le acompañó el reconocimiento popular. Ha coqueteado en demasía con la bebida y la vida en el filo, y hace un par de temporadas sufrió un infarto severo que le dejó a un solo palmo del abismo. Como para simbolizar tan firme alianza con el infortunio, su batería comparece con el brazo derecho en cabestrillo. Pero poco importan las desdichas en cuanto Eitzel eleva su voz como un aullido. Los temas de su reciente y maravilloso Don't be a stranger, aderezados con piezas añejas y parlamentos delirantes, nos proporcionaron 65 inolvidables minutos de canción imperecedera, con un pie en el americana y otro en el soul y hasta el jazz vocal.
Nuestro protagonista modula las intensidades como solo Jeff Buckley y unos pocos privilegiados sabían hacer. Lo impregna todo con ese aire atormentado y conmovedor que conocemos en Antony Hegarty o Patrick Wolf. Y es tan caótico, impredecible y descoyuntado como cabría prever de un genuino iconoclasta: dedica una canción a John Cassavetes pero no consigue recordar su nombre, despotrica contra el catolicismo, desvela su fallida experiencia con una mujer japonesa, interrumpe un tema al minuto "porque noto que no es el que debéis escuchar ahora" y teoriza sobre las connotaciones pederastas de Santa Claus. Por no hablar de su pieza Why I'm bullshit: "Soy una mierda porque me gusta dormir y soy un bebedor social". Demoledor.
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