Elogio de lo vulnerable
El Palacio de Congresos de la capital, abarrotado en el adiós a la gira 'Los días intactos'
A Manolo García le pega llamarse Manolo García. En su caso, un apellido compuesto o polisílabo resultaría inverosímil. Pide paso este tipo de la calle que vive lejos de las leyes de los hombres. Diferente, a su aire; sin procurarle mal a nadie. Y es esta doble condición de persona franca y honesta, pero singular, la que seguramente le confiera tantos admiradores. Los que anoche abarrotaron el Palacio de Congresos de la capital, en el adiós a la gira de Los días intactos, y ni se molestaron en tomar asiento. Todo fue pasión desatada, rosas regaladas al son de Sin que sepas de mí, apoteosis cuando García interpreta, correteando por entre las butacas, la deliciosa Nunca el tiempo es perdido. Dos horas y tres cuartos, treinta canciones, miles de piropos.
Empezó la noche con la primera canción mayúscula de Manuel García García-Pérez, aquella Navaja de papel que se remonta a sus años de Los Rápidos. Crónica a piano y voz de esa vulnerabilidad que define a nuestra especie en su renqueante deambular por el planeta. El del Poble Nou ha sabido conservar su pedigrí como licenciado de barrio; poeta pequeño, pero que jamás renuncia a mirarnos a los ojos. Y nos habla de lo que se percibe mejor a través de la piel que de las borrascosas entendederas (Para que no se duerman mis sentidos), de la congoja por el cambio climático o del amor en su formulación pura. La del verso aquel: “Cuando regresas, las mañanas levantan el vuelo”.
Suenan demasiados temas de su último disco, y algunos vacuos: el melodrama átono de Compasión y silencio, el reggae tontorrón de Estoy alegre. Pero luego llega Un año y otro año, y García aprovecha para enarbolar una lista de agravios ciudadanos, de recortes impúdicos que siempre zahieren a los mismos. Y ahí solo queda asentir.
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