Crepitar de guitarras para tiempos zombis
El milagro musical de noviembre tocó techo en el Palacio de los Deportes con el dúo 'garajero'
En la ciudad de todas las depresiones, noviembre está resultando ser el mes de todos los milagros. Fue asombroso que el rock fronterizo de Calexico reventase el Teatro Kapital, y no digamos ya que los lánguidos The XX encadenasen dos veladas de gloria en La Riviera, pero ni el más osado futurólogo habría predicho la estampa de anoche en el Palacio de los Deportes: un aforo de 15.000 personas que se torna insuficiente para un dúo de rock garajero, ajeno a las leyes del mercado y la fotogenia, refractario a las radiofórmulas, las virguerías de la luminotecnia y los trucos sin empaque. Salvo algún oooh oooh de esos que parecen ineludibles cuando los ojos se cuentan por millares.
No resulta sencillo explicar el fenómeno de The Black Keys, ni desde la melomanía ni la sociología, pero anotemos al menos un par de argumentos básicos. El musical: son condenadamente buenos. Y el emocional: como estamos hasta las narices de este mundo mediocre por el transitamos con cadencia zombi, la catarsis de unas guitarras crepitantes y encabronadas sabe a gloria bendita. Es un alivio efímero, pero el enérgico estallido de Gold on the ceiling, con su batería macarrónica, el zumbido de teclados y la marea de brazos al aire, acaso figure entre los fogonazos que nos sobrevengan en la postrera película vital, justo antes de tornar en masa inerme.
The Black Keys ejercen como cuarteto en carretera, pero los jefes son los jefes. Dan Auerbach –que de lejos tiene un aire chuleta a Damon Albarn, pero menos guapo‑ canta con voz nasal y rotunda y retuerce sin miramientos las seis cuerdas. A Patrick Carney le queda menos margen de movimiento, pero arrima la batería hasta el borde del escenario y su desaforado braceo parece demandar la presencia urgente de algún fisioterapeuta. Gus Seyffert y John Wood asumen un papel discreto, pero apuntalan la colección de aullidos y distorsiones. Y ese efecto multiplicador estimula la secreción de adrenalina.
El mismo arranque, con Howlin’ for you sirve como declaración de intenciones: es blues de toda la vida, pero con la voz blanca, más reverberación en la guitarra y un estribillo para saltar mientras gritamos ‘na na na na’. Esta mezcla avasalladora se prolonga con otro tema del penúltimo álbum (Brothers), el todavía más sucio y quincallero Next girl. Áspero y ruidoso como corresponde a quienes comparten parroquia con The White Stripes y, por derivación, Led Zeppelin.
No hay en toda la noche —urgente catarata de veinte temas en una muy volátil hora y media— otro ingrediente que el del rock vitamínico. Auerbach habla poco, el repertorio calca el de la víspera en Lisboa y las pantallas gigantes apenas amplifican la silueta de los protagonistas. Run right back’ofrece, como casi todo el exitoso disco El camino, la misma intensidad en decibelios pero una aproximación más melódica. Cosas que pasan cuando se le encomienda la producción a un geniecillo ecléctico como Danger Mouse.
Dead and gone reincide en la senda del ooh ooh, mientras que Thickfreakness, uno de los títulos más antiguos del repertorio, suena sucio y desmadrado, a garito abierto hasta muy tarde y a espaldas de las ordenanzas municipales. Pero ninguno de los éxitos supera en ardor y excelencia a Girl is on my mind, con sus cambios de intensidad y Auerbach improvisando, arrodillado, en la estela de Peter Green. Añadan la apoteosis final de Tighten up, Lonely boy y el falsete de Everlasting light’ y les saldrán las cuentas: dos treintañeros de Ohio convertidos en el éxito más multitudinario y avasallador a finales de año.
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