Cadáveres políticos
"Si el muy atribulado PP valenciano se resiste no hace otra cosa que ahondar su tumba"
Aleccionaba san Ignacio de Loyola que en tiempo de tribulaciones no se emprendiesen mudanzas y a esa norma se acoge el actual gobierno de la Generalitat. La crisis se acentúa, los damnificados aumentan —en buena parte por los mismos impagos de la Administración arruinada—, la pobreza se extiende cual larva de la protesta que todavía se atiene a pautas cívicas, aunque nadie puede garantizar que se prolongue la moderación. Mientras, los gobernantes, decimos del presidente Alberto Fabra y su mariachi, observan desarmados cómo evoluciona el nublado. A lo sumo, pueden musitar preces o, tal como al parecer prescribe el argumentario del partido, predican unos indicios de recuperación económica que sólo ellos perciben en el vuelo de los estorninos o en unos brotes verdes imposibles en puertas del invierno. “Ya se atisba un cambio”, dicen, cuando, puestos a imaginar, lo que realmente se adivina es el resoplido de una Moby Dick descomunal que amenaza con hundirnos en la miseria más atroz. Y en punto al cambio es muy otro el que viene.
Ante ello, ya se ve la respuesta del partido gobernante: el quietismo y el enroque en la poltrona a la espera de que, por arte de birlibirloque, pase el nublado. Tiene todavía por delante dos años y medio de legislatura con un erario en quiebra y un Consell tan noqueado como desacreditado. Las encuestas de opinión le pronostican un fracaso en las próximas elecciones autonómicas y le aguarda, además, un calvario judicial por la serie de escándalos que lo han agusanado, un colectivo en el que prima la presunción de culpabilidad antes que la de inocencia. Del orden público ni hablemos, pero basta con pulsar la agitada calle para calar en su precariedad. No obstante, nadie puede cuestionar la legitimidad de este partido votado en su día por una mayoría contundente de electores. Otra cosa es la moralidad que avale su contumacia cuando resulta evidente que ya ha agotado su recorrido y está justamente sumido en la infamia.
En buena lógica, que no coincide precisamente con la lógica política, el molt honorable ya debería de haber disuelto las Cortes y llamado a las urnas, que para eso se reformó el Estatuto. Al fin y al cabo, gobernar no gobierna y cada día que pasa se acentúa más la percepción de su inanidad, tan solo disimulada por la mucha que destilaba quien le precedió en esa poltrona. La verdad es que, en punto a presidentes, el país no ha sido lo que se dice afortunado, si bien habría que anotar como atenuante de quien hoy nos gobierna que difícilmente podía haber previsto la enormidad del problema que le endosaban.
¿Y qué se ganaría con el cambio? Por lo pronto, se aventaría el pestazo a corrupción que expanden los malhechores que infestan al PP, se restauraría la decencia —y prestigio— de la política, se apostaría sin reservas por la prevalencia de lo público sobre lo privado, enmendando los inmisericordes recortes que se han ejecutado en sanidad, enseñanza y desvalidos, el realismo y no la megalomanía serían el santo y seña de la Administración y de un gobierno de una puñetera vez laico. En suma, volveríamos a la senda incipiente de la democracia que el PP ha barrido con su arrogancia y franquismo. Y sí, frente al escepticismo, ese programa está al alcance de la izquierda emergente, sobradamente preparada para afrontar el reto.
Si el muy atribulado PP valenciano se resiste no hace otra cosa que ahondar su tumba. Hoy por hoy es un cadáver político con pase de pernocta. Amén.
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