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Trazos de luz del Guadarrama

En 1853 subió a la sierra y captó sus colores. Pintó la casa de Campo y el puente de Toledo. El Prado homenajea al paisajista Martín Rico, uno de los artistas madrileños de mayor proyección exterior

'Sierra del Guadarrama (1869)', una de las obras de la exposición que el Museo del Prado dedica a Martín Rico.
'Sierra del Guadarrama (1869)', una de las obras de la exposición que el Museo del Prado dedica a Martín Rico.

Hasta la sala C del Museo del Prado parece descender y penetrar la brisa fresca que bate la arista de la Cuerda Larga de la Sierra del Guadarrama, inmortalizada en los lienzos que en aquella se exponen surgidos del pincel del pintor madrileño Martín Rico y Ortega (1833-1908). La gran pinacoteca le dedica hasta el 10 de febrero una exposición, la primera de carácter monográfico que el Prado tributa a la figura y la obra del artista.

Corría el año de 1853. Con sus pinceles bañados de color aplicado con pulso certero sobre el limpio dibujo estampado antes en un cuaderno. El joven pintor que buscaba luz, nubes y horizontes desde la serranía madrileña, tuvo el acierto de encaramarse hasta lo alto de la cordillera y retratar desde allí magistralmente las copas de los orgullosos pinos achaparradas por el poderoso viento; las caprichosas formas de sus torturados troncos y el verdor del musgo que forra las rocas esparcidas por tan desolados altos. Allí, el adolescente Martín se dejaría seducir por una luz, esa luz del Guadarrama, tan diáfana como única, que él aprendió a captar y llevar mansamente a sus lienzos.

La primera luz la vio Martín Rico en la calle de la Concepción Jerónima en noviembre de 1833, fecha de su nacimiento: había llegado al seno de un hogar regido por el hijo de un sangrador, barbero y cirujano del rey Carlos IV, que supo inculcar a su parentela gustos artísticos.

Proclive al dibujo sombreado, Martín se inició en el Ateneo Literario y Artístico donde atesoraba una carpeta de trazos al carbón que guardaba consigo. Al verla su profesor de Dibujo, Vicente Camarón, quedó asombrado por la grácil desenvoltura del joven con el carbón y acudió al padre de Martín para encarecerle que le dedicase a la pintura. Y así lo hizo.

La Academia de San Fernando recibió al mozalbete a través del pintor gallego emblema del Romanticismo, Genaro Pérez Villaamil, que lo acogería en sus aulas. Otro de sus maestros, concretamente Federico de Madrazo, consumado retratista, le adentraría en la asignatura de Color. Con aquella maestranza y el talento que ya de sus lápices y acuarelas irradiaba, Martín Rico comenzó a mostrar su genio pictórico entre 1853 y 1858, años en que tomó diligencias, aún el ferrocarril no había llegado, y subió a las crestas de las montañas cercanas. Se hizo amigo de los hijos de Federico, los fogosos Raimundo y Ricardo, así como de Eduardo Rosales, todos estudiantes en San Fernando y, con el tiempo, del afamado Mariano Fortuny, emparentado con los Madrazo. De todos aprendió y a todos enseñaría, gracias a su carácter benevolente y seductor, laborioso y nómada.

Para obtener una pensión becada en el extranjero, Martín concurrió en 1861 a una oposición que preparó minuciosamente con un paisaje lacustre de la Casa de Campo. En él restalla su talento pictórico de forma deslumbrante: lo hace mediante la distribución de la pincelada y su cromática en ejes horizontales, para terrizos y riberas; diagonales para la vegetación arbórea; y verticales, para el agua de la laguna; una pastorcita de cabras humaniza desde un primer plano el espléndido lienzo al óleo, hoy visible en el Prado, que procuraría a Rico el primer premio de la convocatoria y la beca que le abriría desde Madrid las puertas al mundo.

Martín Rico, que en Madrid trabajó asiduamente para La Ilustración Española e Hispanoamericana, la mejor revista de su época, nunca se mostró concernido por aquellos acontecimientos surgidos en torno a la revolución de 1868, llamada La Gloriosa. El pintor madrileño, codiciado por la pudiente burguesía europea dada la apacibilidad de sus obras —carentes de conflictividad alguna—, prosiguió sus viajes.

En 1870, 1882, 1898 y numerosas otras ocasiones hasta su muerte en la ciudad véneta en 1908, Martín Rico regresó a su ciudad natal, donde conseguiría espejar en su Puente de Toledo una de las mejores obras de su tiempo, al decir de los críticos. En el lienzo se distinguen tanto el templete de Santa María de la Cabeza y la cúpula de la iglesia de San Cayetano, en Lavapiés, como media docena de esculturas de reyes en piedra de Colmenar, procedentes de las cornisas del Palacio Real y que hoy ocupan las peanas del Paseo de las Estatuas.

De los 40 cuadernos del pintor que adquirió el Museo del Prado con dibujos y bocetos, destaca uno dedicado a la fuente de la Alcachofa, emblema de las mejores fontanas madrileñas.

Martín Rico ha sido, pues, uno de los pintores de mayor proyección y nombradía exteriores entre los nacidos en Madrid, ciudad que ahora, casi un siglo después de su muerte, reconoce su valía y honra su obra mostrándola en la mejor pinacoteca del mundo.

El paisajista Martín Rico (1833- 1908). Lunes a sábado, de 10.00 a 20.00. Domingos y festivos, hasta las 19.00. Entrada general, 12 euros. Reducida, 6 euros. Museo del Prado. Hasta el 10 de febrero.

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