La última trucha
Abundan las cabeceras periodísticas pero escasea la pluralidad informativa crítica. La inmensa mayoría de nuestros periódicos se ofrecen como distintas variantes de una misma cepa conservadora
¿Buques fantasma o el inicio del milagro económico? Resulta difícil aclararse entre tanto revuelo de comunicados, desmentidos y complacientes apelaciones de honestidad empresarial y política. Con un poco de transparencia, todos saldríamos ganando. Bastaría con que Feijóo mostrase los contratos firmados por Pemex. Si quiere, puede seguir mareando la perdiz hasta que se canse, es el privilegio de gobernar un país donde la prensa placebo manda y ordena a su capricho la opinión pública.
En Pensando el siglo XX, Tony Judt recuerda como los intelectuales renunciaron a valorar si algo es bueno o malo para pasar a preguntarse tan solo si una posición política es eficiente o ineficiente. Los medios de comunicación, en su maltratada condición de intelectuales colectivos, en muchos casos ni tan siquiera eso: ni se pregunta sobre las bondades o maldades morales de las decisiones, ni se evalúa su eficiencia para gobernar el bien común.
Abundan las cabeceras periodísticas pero escasea la pluralidad informativa crítica. La inmensa mayoría de nuestros periódicos se ofrecen como distintas variantes de una misma cepa conservadora. En las últimas décadas, los valores de la derecha ultramontana ocuparon exitosamente el lenguaje de la política y la economía, pero esta colonización atrofia también los medios que deberían sostener la conversación ciudadana sobre el ejercicio del poder o la calidad de las políticas públicas.
Triunfa el infoentretenimiento y del cuarto poder como vigilante crítico de todos los demás poderes ya casi nadie se acuerda. Vamos acostumbrándonos a ver desaparecer medios que garantizaban pluralismo y crítica, y vemos como, en el mermado espacio de los quioscos, solo resisten hojas informativas paragubernamentales dedicadas a vigilar el desencanto de los ciudadanos y a fomentar nuevas y viejas sumisiones y servidumbres.
Se impone la melancolía. Lloramos cabeceras desaparecidas hace muchas décadas, como el Galicia de Paz-Andrade, y otras de nuestros días como la recuperada y perdida A Nosa Terra, el Xornal de Galicia y Galicia Hoxe, o el digital Vieiros que nos enseñó a leer en la Red. Hasta enjugamos lágrimas por el Galicia de Díaz Pardo que nunca llegó a salir de la rotativa. Tenemos razones para dar rienda suelta a nuestras amargas quejas pero los lectores no somos totalmente inocentes de la desaparición de los medios que queremos. Sí, hay responsables mayores. También en este caso para dar con los culpables hay que seguir la pista del dinero.
En 2005, David Edwards y David Cromwell escribieron Los vigilantes del poder para convencernos del declive e imposibilidad de una prensa progresista, estrangulada, como está, por la dependencia de sus gestores de los caprichos de grandes bancos y fondos de inversión. Hay altos directivos y espabilados financieros que les dan la razón cuando afirman que las empresas informativas, para producir dinero y seguir compitiendo en el mercado, necesitan triturar redacciones y liquidar el periodismo que indaga en los hechos en búsqueda de la verdad para publicarla como materia prima de la ciudadanía.
Soledad Gallego-Díaz nos recordaba, no hace mucho tiempo, que el periodismo sirvió a la democracia y que sigue siendo vital para garantizar un auténtico debate ciudadano y para poder construir una agenda informativa y política sobre la que debemos deliberar y decidir colectivamente. Ese periodismo cada día tiene menos espacio en los quioscos, en las emisoras y en las pantallas de televisión y de los ordenadores. Estamos advertidos por Paul Starr de las consecuencias de su desaparición: “El fin de la era de los periódicos implica un cambio en el sistema político. Los periódicos ayudaron a controlar la tendencia a la corrupción tanto en los gobiernos como nos negocios”. Sin eses medios podemos ir despidiéndonos de una democracia exigente y de la soberanía de los ciudadanos.
El periodismo y los periódicos que se extinguen cuentan la misma historia que el relato de la trucha de O Inicio que nos dejó Ánxel Fole y que tanto le gusta a Xosé Manuel Pereiro. La truchas tienen, entre nosotros, fama de peces sagrados. Supo Fole que, en un pilón de A Ferreiría, había una trucha celibata que daba fe de la calidad del agua. Si una trucha moría, iban a por otra al río. Y muchos eran los que sacaban la gorra cuando pasaban por delante de ella como señal de agradecimiento por su vigilancia de la salud de las aguas. Un día un desalmado se comió la trucha. Alguien se comió un periódico que daba cuenta da limpieza de nuestro autogobierno en Galicia. Que no espere perdón. Gracias a los que cuidaron de la trucha, del periódico y de nuestras libertades en estos últimos seis años.
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