Puntos cardinales
Como proclamaba a voz en grito un conocido cantautor setabense, que quien pierde sus orígenes pierde su identidad
Ya que nuestro Estado de las Autonomías se orquestó a los sones del ilustre coplero Manolo Escobar (“Que vivan los cuatro puntos cardinales de mi España, que vivan los cuatro juntos”), no estaría de más que la próxima convocatoria del Festival de Benidorm se destinara a la sana competencia entre diversos artistas canoros para elegir entre sus bonitas canciones el modelo de organización territorial que más nos conviene en estos despavoridos momentos. Los seniors, tipo Julio Iglesias, podrían figurar en un jurado en el que no podrían faltar Risto Mejide o El Follonero, por poner dos ilustres ejemplos de humor sano y distendido. Dispondríamos así de una pulcra hoja de ruta (o de un relato, como prefieran) para orientar debidamente nuestros pasos para salir a un tiempo de la crisis económica que nos azota y de la melancolía de identidad nacional que nos agobia, y de paso nos divertiríamos un poco, que falta nos hace.
Alguien de mucho saber dijo que el patriotismo era el refugio de los canallas, pero sin llegar a esa contundencia calificativa, también Freud tiene dicho algo así, aunque en otro contexto, como que el nacionalismo no era otra cosa que la instalación en el narcisismo, de manera que no hay comunidad, ciudad, pueblo o aldea que no se autoproclame como la mejor tierra del mundo, y de manera que las famosas señas de identidad lo mismo sirven para reivindicar lo humano ante presuntos marcianos que para defender sin escrúpulos el alanceo a caballo de pobres reses indefensas, y supongo que el mismo Freud tendría algo que decir sobre ese asunto. Por lo demás, no es del todo cierto, como proclamaba a voz en grito un conocido cantautor setabense, que quien pierde sus orígenes pierde su identidad, como bien tienen demostrado apátridas de tanto merecimiento como Billy Wilder, Andy Warhol, Julio Cortázar o el mismísimo Santiago Calatrava, cada uno en lo suyo o a la suya.
Así que estamos una vez más en la orgía perpetua de las características personales, obviando melodiosamente que se trata de un asunto político y económico, o al revés, que viene a ser lo mismo, en un terreno en el que la adicción al narcisismo vendría a ser lo de menos. ¿Qué culpa tiene de ser valenciano quien habría deseado nacer en París o en Nueva York, o al menos en la nada del África subsahariana, a fin de no perpetuarse en la mediocridad? Los que saquearon a conciencia en Barcelona el Palau de la Música, entre tantas otras cosas, ¿eran catalanes o botiflers infiltrados? Me parece que la pandilla Camps, Fabra, Blasco y otros de esa catadura son valencianos de esos que alardean de valencianidad, aunque no se descarta que el relato de sus meritorias hazañas tuviera poco que ver con sus afanes identitarios. El problema aquí es Zaplana: ¿cómo siendo originario de la bella ciudad de Cartagena no para de deslocalizarse a fin de que el universo entero se entere de lo que es capaz este hombre? Y lo dejo ya porque me aburro.
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