La abducción según Sigur Rós
La música abisal de los islandeses atrapa a los 15.000 espectadores de un Dcode nostálgico como los estertores del verano
La vida seguramente invite a la melancolía, pero constituye una experiencia maravillosa. Se empeñan en demostrarlo episodios como los conciertos de Sigur Rós, cinco islandeses raros, ensimismados y herméticos que anoche abdujeron a las casi 15.000 personas presentes en la Ciudad Universitaria en la segunda edición del festival Dcode. Las manecillas marcaban las 23.20, comenzó Jónsi a gemir como una ballena hipnotizada y el mundo se convirtió, de pronto, en un lugar relevante. Porque estos hombres de tierras gélidas no saben de recitales sencillos, pero sí de una belleza intensa y absorta.
La jornada estaba discurriendo con discreción hasta que el quinteto, reforzado por violines y metales, decidió voltearnos el corazón. Confluían drama, epopeya y cataclismo. Congojas y apoteosis. Electricidad y lirismo. Hermosura punzante y dolorosa. Hay momentos en que la gente desorbita sus miradas, olvida el guasap y demás pasatiempos mundanos, abre los oídos y aprieta el estómago. Y se apresta a un viaje turbulento y alucinógeno con ese hombre de casaca negra como capitán no ya del barco, sino de un submarino abisal.
Como una metáfora del ánimo decadente en el ocaso veraniego —desplomados casi todos con rescate o sin él, escépticos por causas mayores y carentes de grandes empeños más allá de la purita supervivencia—, el Dcode había arrancado ya con abundancia de artistas lánguidos, camisetas oscuras, rostros contemplativos y canciones sobre pesadumbres agudas y plenitudes improbables. El complejo de Cantarranas tiene un nombre evocador, por más que resulte ser un simple campo universitario de rugby, y no fueron pocos los músicos que se abonaron a ese talante poético y mustio. Miren a los barceloneses Dorian, que comparecieron de negro riguroso y desplegaron un atractivo discurso apocado, como de estado carencial. En su repertorio, la energía acaba colisionando casi siempre con la amargura y el escozor. Por eso son capaces de pronunciar frases como “Para qué creer en Dios si él no cree en nosotros”: porque han asumido la inevitabilidad del pathos, de la angustia.
Comenzó Jónsi a gemir como una ballena hipnotizada y el mundo se convirtió en un lugar relevante
No mucho más radiantes son los noruegos Kings of Convenience, esos dos amigos incondicionales —rubio y moreno, gafotas y barbudo que manufacturaron un precioso cancionero crepuscular, como si lo de tocar a las 20.30 imprimiera carácter. Erlend y Erik ofrecieron piezas lentísimas, de arpegios entrelazados y evocaciones al Paul Simon de 1965 (o así), pero lograron concitar una atención inusitada. Sin apenas respaldo ni envoltorio, porque su banda de acompañamiento solo compareció durante los últimos veinte minutos.
La jornada comenzó a primera hora de la tarde, con el preludio de Le Traste y un muy apreciable concierto de los granadinos Niños Mutantes: rock melódico, muy cantable y, cómo no, un puntito sentimental. Para entonces el sol era aún inclemente, pero las diferencias con respecto al primer Dcode, quince meses atrás, saltaban a la vista. No había manguerazos al público, improvisadas competiciones de Miss Camiseta Mojada ni chiquillos luciendo, como si nada, arquitecturas musculares de cuya existencia lo ignorábamos todo. En realidad, el público se movía más cerca de los treinta que de los veinte, e incluso los cuarentones quedaban a salvo de ese complejo de ancianidad que con tanta recurrencia les afecta en los eventos festivaleros.
El hedonismo hubo que confiárselo a los algo insustanciales The Shoes (pop electrónico con dos teclistas y dos percusionistas) y, se supone, a Justice, dúo francés que clausuraba la jornada a horas ya intempestivas. Incluso a los pipiolos granadinos Napoleón Solo, que tan pronto evocan el soleado pop de los sesenta como le dan a la discoteca, el falsete y hasta el vocoder. Al rock ambiciosillo y errático de los belgas dEUS no conviene prestarle demasiada atención: quedan siempre más cerca de la sorpresa que del bostezo.
Estos hombres de tierras gélidas no saben de recitales sencillos, pero sí de una belleza intensa y absorta
Mejor anotar el nombre de Kimbra, la (salvando las distancias) Björk neozelandesa. Su estreno español fue un estallido de colorinchis, polirritmias, voces desaforadas, soul modernete y píldoras bailables. Claro, proviene de las antípodas y quizás por aquellos lares anden medio felices. Esa suerte que tienen.
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