Un proyecto de cadáver
He ahí el problema: mientras que en los tiempos de Joselito y Belmonte había quien empeñaba el colchón para ver a sus ídolos, hoy se puede vivir sin los toros
Se devanen los sesos los taurinos —siempre por separados, nunca juntos— tratando de encontrar las razones por las que los espectadores abandonan su buena costumbre de acudir a las plazas de toros. Y todos coinciden en acusar a la crisis económica de ese mal que parece no tener fin. Y tendrán razón, qué duda cabe, pues, el cierre de empresas, el desempleo y, sobre todo, la incertidumbre ante el futuro hacen que cada cual se aferre a los gastos imprescindibles y huya de aquello sin lo que se puede vivir.
He ahí el problema: mientras que en los tiempos de Joselito y Belmonte había quien empeñaba el colchón para ver a sus ídolos, hoy se puede vivir sin los toros. Y la conclusión cae por su propio peso: se puede prescindir porque se han convertido en un espectáculo sin alma, porque se ha perdido la emoción y, por encima de todo, porque al toro bravo ya no lo conoce ni el que lo fundó.
Por ejemplo, los de ayer. Después de asistir al festejo de ayer, se justifica que un señor te pare por la calle y te espete sin más: 'Oiga, que yo he sido aficionado toda la vida, pero me han obligado a cortarme la coleta'. Y esta enfermedad es más grave que la crisis económica, pues si bien esta puede tener remedio, la falta de fuerzas de los toros, la ausencia de casta y el imperio del aburrimiento amenazan seriamente con erigirse en un mal irremediable.
Toda la corrida fue una pasarela de toros tullidos, lisiados y beodos
Los toros de ayer -encima, no se pudo completar la corrida anunciada de El Pilar, que fue remendada con dos ejemplares de Juan Pedro Domecq- eran todos ellos proyectos de cadáver, animales lisiados, tullidos y muertos en vida, amén de excesivamente justos de presencia. Los seis tuvieron comportamiento de beodos, como si en lugar de la dehesa procedieran de la calle Larios, que en esta ciudad es el centro de la feria de día. Y así no puede ser: un toro no puede salir al ruedo tambaleante. Así no es posible retener a los clientes, porque no hay empuje, ni codicia, ni casta, ni nada que se le parezca. Y que nadie se engañe: el protagonista de esta historia es el de negro; si falla el toro, se derrumba la fiesta al completo. Y, entonces, el festejo se convierte en una fea caricatura de algo que fue capaz de mantener la tensión en los tendidos y que hoy solo produce pena y sopor.
Qué imagen más patética y denigrante es ver a un toro bravo despanzurrado en la arena en plena faena de muleta. Pues eso fue lo que le ocurrió al primero de Ponce, un toro encogido y con todas las ganas de abandonar cuanto antes este mundo. Y por allí anduvo el maestro, con la muleta a media altura, intentando mantener en pie al birrioso animal mientras la música, de manera incomprensible, trataba de amenizar el cotarro. Primo hermano del primero fue el cuarto, de embestida dulzona y sin gracia, incapaz de sostener su propia sombra, y otra vez Ponce trató de justificar lo injustificable, pues lo que debía hacer es anunciarse con otro tipo de ganadería que no ofreciera, de antemano, tanta cantidad de carne lisiada.
La misma suerte corrieron sus compañeros de terna pues sus toros fueron de la misma condición, si bien, como es verdad que el que no se consuela es porque no quiere, se pueden destacar algunos chispazos, de poca luz, pero chispazos, que alegraron en parte la anodina tarde.
Solo Morante tuvo algunos chispazos de su particular tauromaquia
Morante se estiró a la verónica en su primero y una, solo una, pero enorme, quedó ahí para el recuerdo. Compitió, después, en un quite por chicuelinas con Jiménez Fortes y se cubrió el cuerpo con el capote como en un paso de baile. Y muleta en mano atisbo el natural ante un toro sin fuelle, pero con esa gracia exclusiva de este torero. Aún hubo una tanda de derechazos ceñidos y largos y un precioso cambio de manos. Y se acabó. El toro, que era una mona, no dio más de sí.
Volvió a intentarlo en el quinto a la verónica y no dejó más que el regusto de su innata sensibilidad; el toro se paró poco después y todo volvió a ser el triunfo de la nada.
Era la segunda y última corrida del joven Jiménez Fortes, a quien más falta le hacía un triunfo en su corta carrera. Fue un dechado de entrega, decisión y voluntad, pero de donde no hay no se puede sacar. Es de esperar que haya aprendido la lección, porque con oponentes de esa calaña no le sonreirá el triunfo. Su primero era la tonta del bote, que doblaba las manos con preocupante asiduidad; el chaval se mostró suficiente y logró algún natural de buena factura. Le devolvieron el sexto -puro trámite, pues los seis debieron seguir el mismo camino- y salió otro de las mismas hechuras y comportamiento, al que Juan José Trujillo puso un extraordinario par de banderillas, y Fortes hizo lo que pudo, que fue bien poco.
En suma, que nadie tiene interés en cantar el aburrimiento; es que no hay tu tía…
EL PILAR/PONCE, MORANTE, FORTES
Cuatro toros de El Pilar y dos -cuarto y quinto- de Juan Pedro Domecq, muy justos de presentación, tullidos y descastados. El sexto, devuelto, y sustituido por otro de Parladé, del similar comportamiento.
Enrique Ponce: pinchazo (silencio); estocada caída (gran ovación).
Morante de la Puebla: pinchazo y casi entera atravesada (ovación); media y dos descabellos (silencio).
Jiménez Fortes: estocada (oreja); estocada atravesada (palmas).
Plaza de la Malagueta. 18 de agosto. Novena corrida de feria. Casi tres cuartos de entrada.
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