Soplar por un ‘stradivarius’
El constructor de gaitas Xosé Gil posee una importante colección de flautas y clarinetes Contiene ejemplares de marfil o ébano jamaicano, alguno de 1700
A la antigua banda de música de Rubiós, en el municipio arraiano de As Neves, perteneció la primera pieza de una de las más importantes colecciones de flautas de la Península: el clarinete del abuelo de Xosé Manuel Gil. Veintidós años después, en el domicilio de este renombrado constructor de gaitas de Ponteareas descansan unos 80 instrumentos de viento y madera. “Mi otro abuelo, músico aficionado, también nos había dejado una flauta travesera, la llamada requinta gallega”, hace arqueología familiar Gil, “y a raíz de ella y del clarinete comenzó esta pequeña curiosidad por coleccionar instrumentos”.
Flautas traveseras y clarinetes, armadas entre los años 1700 y 1910, conforman el catálogo privado de Gil. Objetos codiciados en medio mundo, en su mayoría trabajo de artesanos ingleses a lo largo del siglo XIX, joyas de un tesoro entre las que se encuentra una Rudall&Rose. “Se trata, quizás, del mejor constructor de flautas de la historia”, aventura su propietario, “porque los más afamados eran ingleses, como es el caso, o alemanes”. A las stradivarius de entre las traveseras, diría la analogía rápida, las persigue un periodista y flautista estadounidense, de madre coruñesa, y amigo de los Gil (en el taller de gaitas trabaja el hermano de Xosé, Alfonso). David Migoya posee “ocho o diez Rudall&Rose” y está atento al rastro de todas las que en el planeta son a través de sus números de serie. Y cada verano pasa por Ponteareas a comprobar el estado de la colección Gil.
Dos instrumentos heredados de su abuelo provocaron su afición
“Una de las tres Manzoni que poseo”, explica el dueño, “la construyó su hijo en Estados Unidos”. La segunda generación de artesanos europeos acabó, a menudo, emigrada al otro lado del océano. El vástago del virtuoso instrumentista y fabricante Tebaldo Manzoni no se prodigó, pero su producción de flautas cotiza alto —económica y sentimentalmente— entre la especie del coleccionista. “Migoya me contó que era la segunda vez que veía un instrumento del hijo de Manzoni”, se enorgullece Gil. La otra vez fue en la Biblioteca del Congreso de Washington. Allí se encuentra depositada “la Capilla Sixtina de las flautas”. Mil setecientos ejemplares del instrumento donados por el físico, astrónomo y músico aficcionado Dayton Miller, muerto en 1941.
Junto a la Rudall&Rose, o a esa otra manufacturada alrededor de 1700 y elaborada íntegramente en marfil, la colección Gil también alberga productos Potter o Siccama, todos de gama alta. Y alguna captura autóctona. “Sí, hay una o dos requintas”, anota. Bajo esa palabra no se esconde más que la particular adaptación de las flautas traveseras a la música popular gallega. Probablemente, algo que comenzó a suceder a finales del XIX y con peaje en las bandas de música. “Igual que cuando el clarinete se incorporó a las murgas, la travesera se acopló a la música popular mediante gente que tocaba en las bandas. Venía de fuera, aunque después se fabricaron con ciertas peculiaridades”, teoriza. Fuera significa Francia, donde los instrumentos resultaban más baratos. “Y más corrientes”, puntualiza.
La requinta llegó a la música popular gallega
a través de las bandas
Porque el material de las requintas difiere del cocuswood o ébano jamaicano en el que tallaron “el 70%, más o menos” de las flautas de Xosé Gil. “Es el rey de las maderas, la mejor madera para cualquier instrumento de viento”, argumenta, “pero ahora está prohibido exportarla”. A falta de esta materia prima caribeña, “con precios propios del marfil o del oro y sin apenas poros, parece cristal”, el buxo (boj), el granadillo o el palo santo paraguayo sirven para canalizar el aire soplado de las flautas. Que, en el caso de la colección Gil, tampoco es que abunde. “De vez en cuando, le damos una sopladita”, confiesa, “porque es una tentación, tocas una parte de la historia... pero tampoco mucho”. Solo a amigos escogidos —los hermanos Gil dotan de instrumental a, por ejemplo, Carlos Núñez— o a visitantes ilustres les está permitido embocar en este museo de clasura.
Hace como dos años, un profesor de flauta travesera del Conservatorio Real de Música de Madrid descubrió la existencia de la colección Gil, con algún elementos tasado a casi 6.000 euros. Viajó a Ponteareas y, asombrado, preguntó a los propietarios sobre su posible venta al centro educativo. “Nunca nos había preocupado el futuro, de momento están muy bien en casa”, afirma Xosé, “pero si algún día nos deshacemos de ella, y así se lo expusimos, será a condición de que la colección lleve nuestro nombre y no se divida nunca”. La crisis paralizó, por el momento, la operación. “Lo que me gustaría es que acabase en un museo adecuado, no en cajas en una Diputación”, concluye.
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