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danza | Sara Baras
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Tacón como refugio

Sara Baras hace gala de su control del zapateado, esa manera más que apasionada obsesiva de percutir el suelo, en su último trabajo, 'La Pepa'

Sara Baras baila durante el ensayo general de 'La Pepa'.
Sara Baras baila durante el ensayo general de 'La Pepa'.ROMÁN RÍOS (EFE)

Tras otros intentos temáticos como Juana la Loca, Carmen o Mariana Pineda, la bailarina y coreógrafa Sara Baras (San Fernando, Cádiz, 1971) esta vez no encarna un rol del eterno femenino, una heroína, sino un hecho: La Pepa y lo que pasó entre 1810 y 1812, lo que dio lugar a aquella Constitución, página importante de la historia española que ahora se vuelca en el teatro de danza flamenco.

LA PEPA

Coreografía y escenografía: Sara Baras; música: Keko Baldomero; vestuario: Torres & Cosano.

Teatro Arteria Coliseum. Hasta el 24 de julio.

Ha sido un trabajo de encargo, y ya se sabe, a veces el arte surge, con mejor o peor fortuna, de este tipo de mecenazgo dirigido. Así, sinfonías, óperas, oratorios y grandes pinturas que hoy son patrimonio admirado tuvieron su origen en una decisión política. Y quizás la metáfora principal y más trascendente de esta obra que se deja ver, con ritmo y algunos cuadros plásticamente muy conseguidos, es que la política marca el paso y hasta el compás.

La Pepa se estrenó el pasado mes de marzo en el Gran Teatro Falla de Cádiz dentro de los fastos citados y Sara Baras se las ha ingeniado para no resultar panfletaria; este tema tenía ese peligro.

Hay un tratamiento refinado de las referencias históricas precisas, y en cuanto a la estética, se ha preferido la atemporalidad, tocando ciertos localismos ambientales en la luz o esos arcos de piedra ostionera que son muralla y a la vez evocan a la Cádiz vernácula. La bailarina baja tres peldaños de un podio marmóreo donde en letra incisa dice “LA PEPA”.

Ella va vestida como la estatua, es el monumento que se anima, un recurso teatral en el ballet muy antiguo (usado por Fokin en Eros y por Ashton en Sylvia). Tiene su efecto, como el traje corola que la artista maneja a placer en movimientos de giros y braceos a lo Loie Fuller, aunque su fuerte sigue siendo el zapateado, esa manera más que apasionada obsesiva de percutir el suelo, buscar allí un lenguaje y hasta un estilo; digamos, el tacón como refugio y poblando todos los bailes, ya sean guajiras, fandangos o malagueñas.

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