Gallegos ‘culiculi’
El padre Sarmiento fue un destacado 'manguli', que tras treinta años de ausencia seguía conservando el acento de Pontevedra
Diego de Bergaño fue un fraile agustino de la primera mitad del siglo XVIII que pasó muchos años en la Pampanga, una fértil provincia filipina situada al norte de Manila, en la isla de Luzón. Entre otras obras, el fraile escribió un vocabulario de la lengua pampanga en romance con el que a veces me entretengo: uno tiene esas aficiones y otras todavía más extrañas. Hace unos días, dejándome llevar por las páginas de ese vocabulario, tan sin rumbo que ni yo mismo sabía si avanzaba o retrocedía, si subía o si bajaba, vine a reparar en la voz culi, que el fraile glosa en lengua romance como la inclinación que “a uno le viene, o por naturaleza o por herencia”.
Una forma reduplicada de esa palabra, culiculi, mitiga la presencia en nosotros de lo que nos viene de los ancestros, hasta hacerla casi desaparecer: “Es cuando se le conoce muy poco lo que le vino de herencia”. Y fue justo entonces cuando por la parte superior del margen izquierdo asomó la cabeza un vizcaíno, seguido de un gallego: “v. gr. al Vizcaíno, o Gallego que ha aprendido con perfección la lengua castellana se descuida o desliza rarísima vez, que apenas se le conoce, dirán: Culiculimurin ing panga Gallegona”, que me atrevo a traducir como “le sale algo lo gallego, después de todo”.
De la misma raíz culi procede manguli. Es manguli “aquel en quien se halla in acto secundo, lo que le viene de atrás”, acepción que el agustino ilustra con ejemplos cuya significación viene a ser lo que decimos por aquí de que “la cabra tira al monte”, o tal vez eso de que “de casta le viene al galgo”, pues el agustino aclara que la palabra se refiere tanto al mal como al buen proceder que nos vienen de nuestros mayores.
Fray Diego puso nuestro gentilicio en el pampango a propósito de los culiculi; pero es más cierto que los que hablamos castellano en Galicia somos casi todos manguli, tenemos in acto secundo el gallego, en segundo plano, sí, pero siempre listo para ser activado cuando nos parece que conviene a la ocasión (lo que ocurre con bastante frecuencia). Y además no sólo no nos importa que por ahí adelante se nos note, sino que nos produce un extraño placer el que nos reconozcan. A mí me gusta que me identifiquen como gallego, aunque sea para bromear sobre el depende. Afortunadamente ya es historia pasada el repertorio de vejaciones verbales contra nosotros con el que malas gentes de zafia conducta verbal y mente obtusa enmascaraban sus debilidades. “Antes puto que gallego”, llegó a decirse. El maestro Gonzalo Correas, catedrático en la Universidad de Salamanca en el siglo XVI, llamaba a este repertorio de insultos “matraca contra gallegos”, del todo injustificada en su opinión, pues “la gente granada de allí es muy buena”.
En donde más se nos nota la benemérita condición de manguli es en cómo hablamos el castellano. En una de sus ingeniosas boutades, Julio Camba, tras ser invitado a formar parte de las Irmandades da fala, decía que quienes más hablan el gallego aquí somos los que hablamos en castellano. Eso se debe a que somos manguli. Bien sé que el escritor vilanovés quería decir algo distinto de lo que yo interpreto, y que él no supo percibir en esto el lado positivo; pero desde que descubrí que tomarse esas libertades con los textos ajenos tiene un nombre rimbombante en la antropología cultural, “entextualización”, mis escrúpulos ante la manipulación textual se han reducido un poquito, así que cualquier día de estos me sorprendo a mí mismo metiendo la mano en algún texto de quién sabe qué prócer de la nación.
Quien no quería decir algo distinto de lo que yo aquí recojo fue el padre Bergaño, palentino de Cervera del Pisuerga, quien al parecer pensaba que hablábamos mal el castellano, salvo algunos culiculi a los que apenas se les notaba el trasfondo gallego. Hubo, sin duda, gallegos culiculi, y vizcaínos, y los sigue habiendo, pero no son muchos. Yo tuve un profesor culiculi que era sevillano; decía que para poder aprobar la cátedra de universidad había tenido que efectuar un minucioso borrado de los rasgos típicos de su Sevilla natal, aunque a veces algo le salía, después de todo. El padre Sarmiento fue en cambio un destacado manguli, que tras treinta años de ausencia seguía conservando el acento de Pontevedra.
La brigada lingüística quiere que nuestros niños sean todos culiculi, que no se les note el gallego cuando hablen castellano, salvo un poco en el acento, ni el castellano cuando hablen gallego (que lo hablan poco). A eso lo llaman “competencia perfecta en las dos lenguas”. Pero la fuerza manguli es más poderosa que cualquier aparato de represión lingüística, y por ello apuesto a que, en el futuro, quienes aquí sean de lengua castellana seguirán llevando el gallego en el morral, hablarán su lengua como nos gusta aquí, con nuestra música y algo mezcladito, cogerán a sus hijos en el colo y les esmagarán las patatas para convertirlas en un puré, dirán del verde fosforito que es rechamante, salpicarán su charla con multitud de -iños e -iñas y les parecerán tan cursis los tiempos compuestos como a nosotros nos parecen. Y si no es eso, será cualquier otro conjunto de características que le den a su castellano sabor local, pues buena parte de los roles identitarios que tejemos y destejemos incesantemente mediante la interacción social necesitan (y producen) formas de habla con arraigo casero. Y para ello, después del propio gallego —que no necesita arraigo porque ya es de aquí— nada mejor que ese castellano moldeado por él, agallegado. Que así sea, pues culiculi ¿quién quiere ser?
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