El incendio
"Los bomberos lo habían advertido: si dejan crecer la maleza, en cuanto haya sequía, cualquier chispa la incendiará"
Los bomberos lo habían advertido repetidamente: si dejan crecer la maleza, en cuanto haya sequía, cualquier chispa la incendiará. Nadie les hizo caso: sustituyeron los árboles centenarios por matorrales de crecimiento vertiginoso y madera de venta fácil con los que llenaron el monte entero. Fueron años de vino y rosas, de bacanales sin fin entre el olor del dinero. Es una historia tan vieja como el mundo, hasta la Biblia cuenta una versión de la misma (Deut, 9-15) por boca de Moisés: “El monte ardía en llamas y yo llevaba las tablas de la alianza una en cada mano. Y vi que vosotros habíais pecado y os habíais hecho un becerro de oro de fundición”. Pero llegó un mal día en el que la negligencia de algunos pirómanos convirtió el bosque en un infierno. Los vecinos salieron alarmados de sus casas esperando la llegada salvadora de los bomberos. Inútilmente: aunque tenían voluntad, carecían de medios, pues sus jefes se habían gastado el presupuesto en cuarteles lujosos y en organizar carreras de camiones cisterna vacíos que dejaban con la boca abierta a los visitantes.
En cuanto el humo y las llamas fueron a más, los domingueros abandonaron el bosque, pero los vecinos no podían hacerlo. Desesperados, se pusieron a revolver en el trastero en busca de sus viejos pozales: tampoco surtió efecto, los largos años de inactividad los habían convertido en trastos tan inútiles y agujereados como ellos mismos. Entonces una mujer clamó: “¿Dónde están los cortafuegos que habíamos reservado para el día de mañana con tanto esfuerzo, por qué dejaron que se llenaran de maleza?”. El sargento de bomberos bajó la cabeza abatido: no nos pertenecen, se los hemos vendido a los turistas de la capital y ahora no tenemos ninguna barrera que nos defienda de las llamas.
El pueblo —la cara sudorosa, la ropa ennegrecida— miró desolado el panorama: sus casas, arruinadas; sus campos, yermos; sus hijos, sin futuro. Y así el pueblo, ese ingenuo pueblo de la antigua tierra de la luz y del amor, que ya venía soportando las burlas y las recriminaciones de los habitantes de los pueblos vecinos a los que habían propagado el incendio, supo que lo habían engañado y que alguien tendría que pagar por ello. Todos miraron hacia el mismo punto. El Ayuntamiento relucía como un ascua de luz, pero no era el incendio, era la fiesta de los pirómanos que se habían paseado en un coche cisterna engalanado con guirnaldas de flores. El alcalde asistía con desgana a la ceremonia: no le gustaban los pirómanos, pero eran gente de su misma tribu y había que transigir. No sospechaba que una masa compacta de vecinos avanzaba hacia la puerta y que unos nudillos rugosos la iban a golpear violentamente de un momento a otro. Tampoco sabía que la Guardia Civil esperaba fuera a los pirómanos para detenerlos. Se había declarado un nuevo incendio, un incendio moral imposible de controlar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.