Una respuesta a Ángel Luna
He escrito las líneas anteriores para mostrar qué Ángel Luna es un político respetable, que merece nuestra atención. Esto no quiere decir que aceptemos sin más sus opiniones.
Ángel Luna ha publicado recientemente un artículo en la prensa que, en mi opinión, no ha recibido la atención que merecía. No es corriente entre nosotros que un político reflexione con seriedad y sin ánimo de propaganda sobre asuntos de su actividad. Es cierto que el artículo —El vicio de generalizar— distrae al lector al abordar varios temas pero, en su conjunto, la intención queda clara. Luna lamenta el carácter general, poco concreto, que suelen tener las críticas que reciben los políticos y la política. No está en contra, ni mucho menos, de que se formulen estos juicios, pero exige que se hagan con precisión. “La crítica, para resultar útil, —escribe Luna— requiere un mínimo esfuerzo de información y de reflexión por parte de quien la realiza”.
Ángel Luna es un político vocacional. Su vida está vinculada a la política y al Partido Socialista, por el que ha sido diputado y alcalde de Alicante. En un momento dado, Luna dejó la política para trabajar como abogado en la empresa privada: un periodo breve, pasado el cual, regresaría a ella. Como portavoz de los socialistas en las Cortes valencianas, ha mantenido una posición inflexible contra los excesos y las corrupciones de Francisco Camps. Cuando, el Partido Popular, en una acción vergonzosa, indigna, buscó en su vida laboral un punto débil para neutralizarlo, no pudo encontrar nada. No podemos acusar a Luna de emplear la política como una profesión; tampoco es uno de esos parlamentarios oscuros, de los que no sabemos bien cuál es su ocupación.
He escrito las líneas anteriores para mostrar qué Ángel Luna es un político respetable, que merece nuestra atención. Esto no quiere decir que aceptemos sin más sus opiniones. Luna lamenta que las críticas a los políticos no distingan unos comportamientos de otros. Descalificar a la política en bloque, sin hacer distinciones —viene a decir—, daña a la democracia y supone un grave peligro. Ello es cierto y, sin duda, deberíamos ser más cuidadosos a la hora de exponer nuestras críticas. Pero, si los políticos repiten, una y otra vez, los mismos comportamientos, ¿cómo podríamos establecer esa distinción? Días atrás, vimos, en las Cortes valencianas, el apresuramiento de socialistas y populares para justificar el cobro de unas dietas. ¿Cómo debemos juzgar esa conducta los ciudadanos? ¿Qué distinción cabe hacer cuando, en plena crisis económica, conocemos que un ministro socialista ha autorizado gastar 200.000 euros en el retrato de un predecesor?
El asunto no es fácil de dilucidar, y espero que Ángel Luna esté de acuerdo con ello. No basta con exigir una mayor concreción en las críticas porque de lo que realmente nos quejamos los ciudadanos es de ese ambiente, de ese clima de connivencia que nos aleja de la política. No es de hoy ese ambiente; ya lo advierte Azorín en la política de su época, en 1920: “Siendo el Parlamento producto de un régimen democrático —el sufragio—, es por su esencia una institución de privilegio. Lo sería aunque la Cámara entera fuera socialista. Va ese vicio en el ambiente mismo del Parlamento. Se vive allí una atmósfera especial; todos se tratan y conocen íntimamente; poco a poco, sin querer, se llega al convencionalismo y al artificio. Un ambiente de excepción exige fatalmente la satisfacción de necesidades que el simple ciudadano no siente. Hay que viajar cómodamente. La moral latitudinaria de uno, de diez, de veinte, guía rápidamente a todos. Como un tropiezo, una negligencia, una concusión, no tienen consecuencias penales ni sanción pública, todos se excusan y dependen con lo que todos hacen”.
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