Un artista sanguíneo

Lo mejor de esta velada está en la energía y el baile del francés Fabián Thomé, un artista que siente hondo y bien la danza española, que además, tiene muy bien aprendida (una prueba más de la universalidad del género). Su danza es intensa y el magro escenario le hace amoldar la amplitud de movimientos que pide su modelado físico a la planimetría disponible; esto es una pena que le resta brillantez a sus movimientos largos, a su fraseo ondulante y a la intención de proyección dramática dentro del material coréutico. Los dos bailes más logrados están en el uso de la bata de cola masculina (en la línea y quizás demasiado literalmente sobre la huella de Joaquín Cortés) y en el original mantón que se convierte en poncho, con su textura de largos cabellos que lo convierte en un objeto singular muy bien aprovechado. Los valores de plasticidad se imponen y Thomé debía ejercer más control en los giros o los braceos, no dejarse llevar por lo sanguíneo.

Sus dos acompañantes se mueven desigualmente desde la acción teatral al baile mismo. Hay un exceso de diálogos (que una dicción lamentable hace peores) y de pretensión en la dramaturgia que perjudican a la danza. Muchas cosas de las que se dicen, están muy bien explicadas en el baile mismo, que dosifica bastante bien su parte narrativa (como en el logrado vídeo). Esa dicotomía o a veces repetición de las intenciones, agota el ritmo de la obra, no la deja fluir desde una atmósfera decadentista que tiene un cierto encanto finisecular. Las mujeres emulan a las personalidades de divas en caída libre, artistas o seres que quisieron serlo a los que ahora sólo quedan sus fantasías recurrentes. Aunque a veces se mantienen los caracteres (algunos “almodovarianos”, otros mezcla satirizada de Ida Rubinstein o Eleonora Duse) por mor de los aderezos, hay demasiados elementos sueltos en juego.