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Un ensayo con Ángel Corella

El bailarín y director del Barcelona Ballet prepara el estreno de su nueva función en Barcelona En una charla digital en EL PAÍS, tacha de snobismo la creencia de que España no debe tener una compañía de ballet clásico

Àngels Piñol
Ángel Corella, dirigiendo un ensayo con sus bailarinas.
Ángel Corella, dirigiendo un ensayo con sus bailarinas.

Llega a la sede del Barcelona Ballet, en la calle de Ortigosa, situada en una antigua fábrica, muy cerca del Palau de la Música, con bermudas, gafas de sol, una mochila y un café en la mano. Nadie diría que ese joven discreto es el mismo que aparece bailando en las grandiosas fotografías que cuelgan de las paredes del vestíbulo del estudio. Nacido en 1975 en Madrid, Ángel Corella es el director del Barcelona Ballet y el primer bailarín desde hace 17 años del American Ballet de Nueva York del que se despedirá el día 28 de junio interpretando al príncipe Sigfrido de El Lago de los Cisnes en el Metropolitan Opera House. No tiene tiempo ya para compaginar los dos mundos.

Tras unas enormes cristaleras, una quincena de bailarinas, con el tutú y medias, ensayan en una sala rectangular la función que estrenarán en el Teatro Coliseum de Barcelona el próximo martes. Dos de sus paredes están cubiertas de espejos y los bailarines hacen ejercicios al son de un piano, indiferentes a las miradas curiosas y sorprendidas de los turistas, que no paran de hacer fotos. "Muchos son japoneses que van al Palau", cuenta después Corella, quien ha visitado este jueves la redacción de El PAÍS para tener una charla digital con los lectores. "Queremos acercar la danza a los ciudadanos".

Conocido como el bailarín de la eterna sonrisa, está de buen humor pese a que la compañía que fundó hace cuatro años sufre graves problemas económicos que le han obligado a presentar un ERE por culpa de una subvención que no llegó. "Te hace sentir mal al pedir ayuda cuando se está recortando en educación y medicina. Pero la danza es una de las artes más importantes y es cultura. Y los bailarines también tenemos que comer y pagar el apartamento", alega. Los proyectos se le amontonan sobre la mesa porque está impulsando una escuela de danza en Figueres y en julio abrirá otra en Barcelona para dar clases a aficionados desde niños a adultos sin límite de edad.

"La danza es una de las artes más importantes. Y los bailarines también tenemos que comer"

La danza es su pasión -"Para mi lo es todo"- y no piensa tirar la toalla. Su obsesión es que deje de ser un arte marginado para que ningún bailarín tenga que emigrar al extranjero para vivir.  "Es un snobismo creer que en España no interesa una compañía de ballet clásico", dice el director del Barcelona Ballet que se rebela cuando escucha que quizá España no es un país adecuado para este arte. "Todos los países y los grandes teatros tienen una compañía", afirma insinuando que España no tiene por que ser diferente y que lucha por poder dar a los bailarines un puesto de trabajo.

De momento, predica con el ejemplo porque la mayoría de los 40 miembros del Barcelona Ballet son españoles. Quedan seis días para el estreno y este mediodía de jueves han ensayado parte de las tres piezas de la función que representarán. Corella se ha puesto una camiseta blanca, unos pantalones de chándal negros y una cinta en la cabeza para sujetarse el cabello. Es una sesión particular porque a él asisten medio centenar de espectadores invitados por ser el lunes los cincuenta primeros que compraron una entrada a través de Atrapalo.

Corella se despedirá el día 28 como primer bailarín del American Ballet de Nueva York

Es la una de la tarde. El público se sienta alrededor del perímetro de la sala y Corella da la bienvenida y explica lo que se va a ver: unos números de Paquita, con coreografía de Meziller y música de Deldevez; Facing the light, ideado por Kirill Redev, un coreógrafo de su compañía, para un concierto de violín de Vivaldi; y, por último, unas escenas de Suspended in time, ya con danza contemporánea y música de la ELO, con coreografía de Redev, Russell Ducker y él mismo.

No se oye ni una mosca. El público cruza sonrisas nerviosas y miradas de complicidad. Apenas un par de personas se atreven a tomar fotos con el móvil. Sólo se escucha la música y el golpeteo de los saltos de las bailarinas, el punteo de las zapatillas, los chasquidos de los dedos de Corella que, con la música interiorizada, dirige los números. Con un vaso de cartón de café en la mano, felicita a todos sus bailarines con un simple "bien, muy bien" para luego corregir con suaves palabras los movimientos -"Antes Cristina" o "Os pasa a todas: tirar el cuerpo más hacia atrás"-. "Esta música puede levantar a los muertos y estáis bailando con unas caras como si estuvieseis en un funeral", dice en alusión a los compases de Paquita, que narra la historia de amor entre una joven española y un soldado francés durante la invasión napoleónica.

Se levanta de la silla y se convierte en la sombra de sus solistas, repitiendo los mismos saltos, los mismos gestos. Un par de movimientos bastan para comprobar que es uno de los grandes. Kazuko, una joven japonesa, sonríe y se detiene al tener un problema en los giros. Es la única con la que cruza unas palabras en inglés. "Tienes que dar la imagen de enfadada: tienes que ir como un cohete; gira en diagonal", le aconseja hasta que ella cuadra el movimiento. El público empieza a perder la timidez. Es la segunda vez que aplaude.

Mira el reloj. Unos turistas no paran de disparar fotos desde detrás de la cristalera. Vuelve a mirar la hora. Son las 13.45 horas y tiene que salir pitando para llegar a la redacción de El PAÍS. "Lo siento, lo siento. Me tengo que marchar. Gracias por haber venido".

- ¿Bailarás?, se atreve a preguntarle una de las personas del público.

- Sí, sí, sí, todos los días.

15 minutos después, entra con las gafas y sus bermudas en la redacción del diario.

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