Optimismo sin júbilo
"Esa clase de mensajes edulcorados se orientan sin vergüenza alguna hacia la legión de desdichados que nos rodean"
Pocas cosas resultan tan tenebrosas como esos profesionales del júbilo y sus recetas de segunda mano acerca del entusiasmo para afrontar las crisis individuales o colectivas, y si se juntan las dos, miel sobre hojuelas. Vistos en la pantalla televisiva, parecen resueltos o no perder jamás sonrisa ni compostura a fin de endulzar la dosis de ricino de una manera amable, como esos predicadores estadounidenses que a menudo se enriquecen dispensando consejos con una alegría impostada que tal vez deberían reservar para sí mismos en la feliz convivencia de sus hogares, si es que pueden. Y si ejercen por escrito en los dominicales, llama la atención el abuso de citas de autores célebres fuera de contexto (de Shakespeare, por ejemplo, como si las obras del inglés no fueran un auténtico tratado de atrocidades sin cuento y como si el pobre Macbeth hubiera sido algo más feliz de haber contado con la ayuda espiritual de uno de estos embaucadores de la felicidad ajena), sin olvidar la afabilidad de sus propuestas, apenas dignas de ese nombre, y un breve listado de lecturas recomendadas de esos libros que se han dado en llamar de autoayuda. Siempre alegres para hacer felices a los demás, creo que aseguraba el maestro Escrivá de Balaguer.
En realidad, esa clase de mensajes edulcorados se orientan sin vergüenza alguna hacia la legión de desdichados que nos rodean, pues cuesta creer que los banqueros distinguidos lean cosa distinta a las obras completas de Maquiavelo y otras trapacerías del éxito, así en el cielo como en la tierra, mientras que sus alevines serían más dados a leer textos sobre cómo trepar en diez días que a los escritos sembrados de tiernas inquietudes acerca de las actitudes positivas y negativas que pretende en vano guiar al ciego entre el yermo de territorios tan descarnados como escarpados, de manera que una de sus enormes ventajas consiste en que jamás queda claro el ámbito preciso de su aplicación. No digo yo que echen mano de vez en cuando de Juan Benet (“Siempre perdurarán los actos punibles y solo la culpa acierta a dar un sentido a la conducta”), o de Albert Camus (“Los hombres mueren y no son felices”), y ni siquiera de Corín Tellado (“Ella sintió tal desprecio que solo su recta formación pudo impedir el deseo de matarlo”), pero acaso cierto comedimiento intelectivo bastaría para no incurrir en la escritura de unos textos del todo inservibles para entender qué diablos está pasando, dentro y fuera de las personas que lo sufren.
Está por ver si el entusiasmo se relaciona más con lo logrado que con la apetencia sin fisuras a conseguirlo. Tal vez se trate de un concepto gemelo. Pero, en cualquier caso, no todo está siempre en nuestras manos. No parece que los millones de parados en este país sean adictos a la lectura, aunque quizá casi todos ven la tele, ese mundo falsificado hasta en los anuncios. Desenchufa y rabia.
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