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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Resistencia a la erosión

El futuro político de Javier Arenas, que creo que lo tiene, no pasa por Andalucía

En todas las democracias la ocupación del poder en el interior del partido suele depender del resultado electoral. El presidente o secretario general de un partido suele mantenerse como tal si su partido gana las elecciones y deja de serlo o se ve muy debilitada su posición si el partido las pierde. El éxito o el fracaso en la competición es el criterio con el que se valora el trabajo de dirección.

 Este criterio no opera con la misma intensidad en la política española en los dos grandes partidos de gobierno. En el PSOE, la derrota electoral conduce casi automáticamente a la pérdida del poder en el interior del partido. Es verdad que Felipe González se mantuvo como secretario general, a pesar de perder las elecciones de 1977 y 1979, pero no lo es menos que se trataba de un momento fundacional y de que, desde la primavera de 1980, tras el referéndum del 28-F, se abrió una perspectiva muy clara de ganar las próximas elecciones. En todo caso, inmediatamente después de perder las elecciones de 1996, tras cuatro victorias consecutivas, tuvo que dejar la secretaría general. Joaquín Almunia la tuvo que dejar tras su primera derrota en las elecciones de 2000. Y José Luis Rodríguez Zapatero tras su primera derrota en 2008. Está por ver que pasa con Alfredo Pérez Rubalcaba, que representa la anomalía de haber accedido a la secretaría general tras una derrota apabullante. Ha sido la primera vez en la historia de la democracia en que el candidato a la presidencia del Gobierno no es el presidente o secretario general del partido.

En la derecha española —AP primero y PP después— la valoración de la derrota electoral en el interior del partido se hace de manera distinta. Manuel Fraga únicamente dejó la presidencia de AP tras cuatro catastróficos resultados electorales (1977, 1979, 1982 y 1986). José María Aznar se mantuvo como presidente del PP a pesar de las derrotas de 1989 y 1993. Y Mariano Rajoy se ha mantenido como presidente tras las derrotas de 2004 y 2008.

Quiere decirse, pues, que el liderazgo político es más resistente a la erosión electoral en la derecha española que en la izquierda. Posiblemente, es así porque el presidente del PP no ha sido hasta la fecha elegido, sino que ha sido designado por el presidente anterior. Manuel Fraga designó a José María Aznar y éste, a Mariano Rajoy. Una vez que se rompa esta cadena de designación, si es que se rompe, aunque es lo más probable que ocurra, ya veremos.

Pero lo que no se ha visto hasta la fecha es la resistencia a la erosión electoral de Javier Arenas. Es un caso insólito de acumulación de poder en el interior del partido al margen de la legitimación democrática que normalmente se exige para ello. Tras presentarse en cuatro ocasiones como candidato a la presidencia de la Junta de Andalucía, Javier Arenas no solamente continúa siendo presidente del PP andaluz, sino que no hay nada que indique que no vaya a continuar siéndolo tras el próximo congreso regional.

Esta circunstancia gravitó sobre la sesión de investidura celebrada ayer jueves en el Parlamento de Andalucía. En mi opinión, la intervención de Javier Arenas puso de manifiesto que no se encuentra en condiciones de ejercer la función que tendría que ejercer como líder de una alternativa de gobierno. Ni él mismo se creía el papel que estaba representando. Y no por falta de aptitudes personales, sino porque la lógica de la legitimación democrática es la que es. Cuatro derrotas, que en realidad son seis, ya que las de 2000 y 2004 también fueron materialmente suyas, son demasiadas. El futuro político de Javier Arenas, que creo que lo tiene, no pasa por Andalucía.

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