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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sueños para recordar

Durante seis meses el mundo entero pasó por la salita de casa y llegamos a creer que jamás volvería el sopor de la siesta, los integrismos, la cerrazón, el yermo

 Instituciones públicas y privadas se han lanzado a conmemorar el segundo decenio de la celebración de aquel evento, la Expo, con la conciencia, creo yo, de que era un milagro imposible que no se va a repetir jamás. De repente, de buenas a primeras, esta ciudad cejijunta que se caracteriza por su modorra, por su obediencia a las tradiciones más mostrencas y envejecidas, se abría al mundo y elevaba al otro lado del río una sucursal del futuro: cohetes interplanetarios, acuarios de especies exóticas, audaces arquitecturas que violaban la gravedad o la ponían en un brete, cines panorámicos, teatros rotatorios, murgas, títeres, conciertos, microclimas. No es extraño que los autóctonos contemplásemos aquel despliegue de maravillas con un estupor religioso, y que aún hoy, cuando hablamos de la Expo, recordemos con una sonrisa el montón de cosas insólitas, inútiles y divertidas que nos trajo. Que nos trajo, eso sí, para largarse luego sin dejar rastro. En los lustros subsiguientes, nos tocaría asistir al deterioro de nuestros sueños, simbolizado muy bien por la herrumbre y la putrefacción que se adueñaba de los antiguos pabellones y de las instalaciones sin que nadie hiciera nada por evitarlo: que la modernidad había pasado por nuestra capital para salir corriendo igual que el coche de la película de Berlanga resultaba obvio al presenciar los edificios con caries, el pavimento hecho papilla, las cubiertas robadas y las malas hierbas que se habían enseñoreado de los estanques. Hasta hace poco, la isla de la Cartuja ha revestido el aspecto de una de esas ruinas vetustas que decoran las enciclopedias de arqueología; también esta representa a una civilización extinguida: la Sevilla del futuro, esa donde pueden levantarse setas y rascacielos sin que las fuerzas vivas bramen o se líen a tiros desde sus troneras.

Con motivo del aniversario, es de buen tono afirmar que la Expo supuso un acontecimiento inigualable y que gracias a ella tenemos una Andalucía adulta, competitiva y en perfecta forma física. No sé yo. Para empezar, lo de la envergadura del evento me resulta dudoso: para nosotros, los pueblerinos que de repente teníamos circo todas las noches, por supuesto que significó una revolución, pero el alcance de la cosa más allá de Despeñaperros, y no hablemos de los Pirineos, tampoco fue para encender pólvora. Luego, es verdad que sí supuso mucho para Andalucía, o al menos para Sevilla, pero también es cierto que sólo la ínfima parte de lo que la publicidad estatal nos hizo creer. A nadie le amarga un dulce: no nos quejaremos (bueno estaría) de la alta velocidad, de las autopistas, de la reordenación urbanística, de la calle Torneo ni del Teatro de la Maestranza. Sí es lícito echar en falta todo ese fondo de inversiones que se suponía que la Expo iba a traer consigo, para facilitar los cuales la Expo iba a servir de escaparate de una Sevilla (de una Andalucía) moderna, competitiva, desarrollada, con un inmenso potencial material y humano que ofrecer. Lo dicho: los pabellones fueron desmoronándose poco a poco y con ellos los espejismos de quienes los habían visitado; la iniciativa privada, si alguna vez puso la vista en estas coordenadas, la apartó con rapidez y sin dejar huella; pronto la Expo fue un hermoso sueño, unos gratos recuerdos que atesorar, una infancia irrecuperable. Mejor no preguntar cuánto costó la broma, y sobre todo, para qué: durante seis meses el mundo entero pasó por la salita de casa y llegamos a creer que jamás volvería el sopor de la siesta, los integrismos, la cerrazón, el yermo. Ahora nos queda lo de aquella canción de Otis Redding: I have dreams to remember, sueños para recordar. Y ya es bastante.

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