Expo 92, de la historia a la leyenda
Fueron pocos los que, desde el principio, entendieron el mensaje de la Exposición Universal
Es bueno que la Historia se convierta en leyenda, pero no a fuerza de olvido. Hoy, veinte años después, cuando el tiempo ya va redondeando las aristas, todo el mundo se apunta al éxito de Expo 92. Eso favorece a la leyenda, pero no es justo para la Historia. La Sevilla conservadora, desde muy temprano, estableció sus cuarteles de asedio a la muestra. Anunció catástrofes sin cuento, se burló de todo y por cualquier motivo. Enviaba espías a ver cómo se retrasaban las obras, no cómo avanzaban. Si un golpe de viento rompía un cable en la arriesgada maniobra de colocar un puente, desataba la rechifla. Su cálculo político hacía intolerable que los socialistas, con Felipe González al frente, se apuntaran ese tanto. Algunos lo que querían era meter la mano en la tarta, pero no pudieron. No resultó fácil superar todo eso. Todo, menos fácil.
Fueron pocos los que, desde el principio, entendieron el mensaje de la Exposición Universal: poner de largo a la joven democracia española ante el mundo y, de paso, aplicar un verdadero plan de desarrollo al olvidado Sur, largamente feudalizado. Claro que hacía falta un ejecutor implacable. Y ese fue Jacinto Pellón, apodado por algunos “el albañil”. Pues si no hubiera sido por “el albañil” la Expo no se hubiera hecho, sencillamente. O se habría demorado un buen puñado de años, como ya ocurrió con la Exposición del 29, que se anunció para el 14. Sevilla sigue en deuda con Jacinto Pellón.
Lo malo era que a aquel plan de desarrollo había que ponerle una locomotora, en la capital, Sevilla. Y eso desató todas las suspicacias en la familia andaluza, incluidos bastantes socialistas. A mí me tocó anunciar la buena nueva en las otras siete capitales, cargando con la maqueta del atrevido Pabellón diseñado por Juan Ruesga. Y excuso decirles. Salí vivo de milagro. Sólo una anécdota: para rodar el Patio de los Leones tuvimos que engañar las vigilancias de la Alhambra, y cuando se enteró el vigilante mayor montó en cólera, pero ya estaba hecho. Fuera de Sevilla todo era ininteligible.
Eso sí, en cuanto se abrieron las puertas del Pabellón, todo el mundo encantado. Tal vez fuera que mi inclinación a la literatura fantástica consiguió contagiar a los equipos, como que todos entendieron que no había más que una tarea: hacer creer a los visitantes (exactamente 2.321.420) que una suerte de encantamiento se apoderaba de ellos. Un cine en 360 grados los envolvía nada más entrar, con todas las maravillas de Andalucía a la altura de un sueño. El segundo nivel los catapultaba de repente al mundo de la ciencia y la alta tecnología andaluzas, para sorpresa de muchos. Desde la azotea, cuando la noche, se divisaba el insólito espectáculo del lago, con corceles cabalgando sobre las aguas. En otros lugares, Cristina Hoyos elevaba el caracol de sus brazos al cielo del verano; Sara Baras, niña aún, volaba por primera vez en el tablao del Pabellón…Y Farruquito, y Soledad Sevilla, y la Macanita, y Pepe Seguiri, y Aurora Vargas, y Alfredo Jaar, y los Montoya, y Miguel García Delgado, y…
Y por si fuera poco, justo enfrente, una increíble Andalucía en miniatura, hija de la fantasía mayor del llorado Ignacio Aguilar, con todos sus monumentos, arbolitos y ferrocarriles a la mano de un niño. Todo fantástico, sí. Pero, os lo aseguro, nada fácil.
Antonio Rodríguez Almodóvar es escritor. Fue director del Pabellón de Andalucía.
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