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OPINIÓN

Incendios, instrucciones de uso

Ahora descubrimos que hemos plantado y extinguido por encima de nuestras posibilidades

Una de las cosas que en Galicia deberíamos hacernos mirar, entre otras, es nuestra relación con el monte. Al igual que con el uso del gallego, pese a lo que ve a su alrededor si levanta la mirada de esta página, lo que llamamos campo es el 90% del territorio. La superficie forestal el 60%, el doble de la media española. Hay quien cruza el bosque y solo ve leña para el fuego, decía Tolstoi. Aquí solo vemos solares o paisaje. Excepto cuando pasan cosas como el incendio de las Fragas do Eume. Es decir, que arda un parque natural, siempre que esté próximo a las grandes concentraciones de población. Las llamas ya se cebaron este año, y el pasado, en el Parque Natural do Xurés (más de la mitad de los fuegos y de las hectáreas quemadas siempre se registran en Ourense), sin provocar mayor alarma. También la crisis de las vacas locas, en comparación con la del Prestige, pasó desapercibida porque sucedió a trasmano de las ciudades y de las redacciones.

Pero si pasa lo de las Fragas do Eume, y sale en las televisiones de fuera, aunque sea un accidente y no una catástrofe, según la escala Xunta de desfeitas, reflexionamos. Es el momento confesionario de GH. Incluso los ni-ni (ni sé-ni me importa) se preguntan quién hará estas cosas y por qué. Con respecto a lo segundo, y manteniendo el rigor televisivo, contra lo que pueda parecer, antes había bastantes menos árboles y lo que llamamos bosque es una realidad moderna. Había soutos que daban castañas y vigas, carballeiras que daban leña y madera y quedaban algunas fragas, el bosque atlántico primitivo, que eran como un mall¸ había un poco de todo y se podía ir a pasar la tarde. El resto del monte eran pastos o estaba a ídem. En los años 60 y 70, en una medida de despotismo forestal ilustrado, el Estado dio en repoblar con pinos montes que consideraba públicos y en realidad eran comunales. A la vez, se aceleró el despoblamiento de gente. Causal o casualmente, en esa época empezó el incendio forestal como hecho regular e idiosincrático.

Posteriormente, Europa, en otra operación colonio-forestal ampliamente secundada por las autoridades cipayas, promovió el abandono de terrenos agrarios y ganaderos para su repoblación. De árboles, y en concreto eucaliptos. Con gran éxito de público, porque crecía rápido, no precisaba atención y tenía salida comercial inmediata. En una docena de años (1987 a 1998) la superficie arbolada aumentó un 36%, el volumen de madera en el monte un 150% y la presencia de eucalipto, un 453%. Fraga había llegado a la Xunta al socaire de una oleada de incendios, y como Scarlett O'Hara cuando se aposentó en Tara, puso a los presupuestos autonómicos por testigos de que a él nunca le pasaría tal cosa. La extinción pasó a ser un sector económico pujante, que facturaba unos 70 millones de euros anuales, muchos de ellos en sueldos de adjudicación discrecional por los ayuntamientos. (Pasando de puntillas sobre el quién de los incendios, no es raro que, descontados los paisanos a los que se les descontrola una quema, los incendiarios que hayan llegado a los tribunales sean marginales o exbrigadistas).

Lo que hoy llamamos superficie forestal (60% del territorio) es el magma resultante de todo ello, sin orden ni concierto y altamente combustible. Entre otras cosas porque el propietario de terreno rústico, al contrario del de suelo urbano, lo dedica a lo que quiere. Siempre que sepa dónde hacerlo, porque muchos solo saben que tienen algo de monte en algún lado, por ahí. Uno de cada cuatro gallegos es propietario forestal. Se supone que parte de los generosos fondos europeos que se gastaron en rotondas, paseos marítimos y otras virguerías infraestructurales de las que presumir ante los veraneantes, deberían haberse dedicado a racionalizar sectores fundamentales como este. No se hizo (ni en este ni en otros, no fue nada personal) y ahora descubrimos que hemos estado plantando —y extinguiendo— por encima de nuestras posibilidades. De prevenir ya ni hablamos. De hacer un debate global y no partidista sobre el problema, menos.

Volviendo al Eume —y al Xurés—, es evidente que el Gobierno de Feijóo no tiene la culpa. Como no la tuvo el de Fraga en el Prestige. Cuando los cosas no funcionan en general, no se puede exigir que funcionen en concreto, y más en cuestiones excepcionales, por muy previsibles que sean. Bueno, el Parque Natural Fragas do Eume lleva desde que se creó sin plan de gestión. Y sitiado cada vez más estrechamente por masas de eucaliptos. Y no se puede a la vez ser austero y tener medios. Y si fusionamos dos consellerías que solo tienen en común que gestionan actividades en las que se trabaja con las manos, lo habitual es o saber de una cosa o de otra. Y si seguimos no mintiendo, pero sí haciendo economías con la verdad como fragmentar las superficies quemadas por municipios… Pues acabaremos como en la Edad Media: mirando al cielo a ver si llueve y hacia todos los lados a ver si se descubre un pirómano que expíe todas las culpas.

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