La excursión
La nueva pedagogía no confía en los libros: hay que ir a lo que los libros representan, a las cosas mismas
En mis tiempos mozos (y no hablemos de los de mi padre), hacíamos pocas excursiones en el colegio. ¿De qué servía esa tontería, una excursión? La escuela era el dispensario del saber y todo lo que mereciera la pena conocer estaba dentro de sus azulejos y sus baldosas: en la penumbra poco higiénica del aula, bajo la que el maestro fumaba aburridos cigarrillos; en la biblioteca que sólo se abría un par de veces al año, para renovar la población de cucarachas; en el laboratorio (mal surtido) y el patio, cabal representación en albero y piedra del campo inmenso que quedaba más allá de la verja. ¿A qué salir fuera? Pero los tiempos se desplazan siguiendo la oscilación del péndulo, según sabemos, y ahora no existe día en que mi hijo no salga de excursión. Junto con sus dos decenas de compañeros ocupa el asiento correspondiente del autobús, forrado de pelo viejo y chucherías, y allí va, a enterarse de todo de primera mano. A la granja. Al teatro. A la fábrica de refrescos. Al yacimiento arqueológico.
La nueva pedagogía no confía en esos símbolos marchitos, los libros: hay que ir a lo que los libros representan, a las cosas mismas. El peligro de sobreinformación es obvio, porque dudo que las pobres criaturas, entre tanta vuelta y vuelta, se enteren realmente de dónde vivía el emperador y dónde se hierve el agua, y temo que acabarán por embarullarlo todo, pero esa es una objeción de segundo orden. Existen otras mayores: por ejemplo, dónde se lleva a los niños. Sé de buena tinta que muchos progenitores estampan su rúbrica sobre la autorización necesaria sin detenerse a mirar a qué condenan a sus hijos, o dedicándole una mirada marginal entre el partido y la teleserie. Así, de repente, los pobres niños pueden acabar en un cuartel de maniobras; en un matadero en vísperas de navidad; invitados a una ejecución, como Nabokov; o más: en una plaza de toros.
Se ha dado recientemente el caso de que un grupo de escolares de Roquetas de Mar han sido llevados de excursión a visitar un tentadero, y que los solícitos gestores del negocio han tenido a bien enseñarles, entre otras lindezas, cómo se banderillea a una vaquilla, se la arrincona en los ángulos del coso o se la fatiga hasta entrar a matar. Lo lamentable del espectáculo va más allá de la controversia sobre si el toreo es o no cultura o si debe prohibirse o no su celebración entre personas bien nacidas. Incluso los defensores a ultranza de este tipo de sangrías reconocerán que un niño de ocho, nueve o diez años aún no está preparado (si es que lo está alguna vez) para presenciar el ejercicio de la crueldad gratuita contra un animal que no puede defenderse. ¿Dan boquerones en vinagre a los bebés de seis meses para que se acostumbren a toda clase de comidas? ¿Se proyecta pornografía a los adolescentes para revelarles los secretos de la procreación? Ya no se trata sólo de que la llamada fiesta constituya un acto repugnante de acoso y degüello a un congénere animal (porque hay muchos toros más humanos que los que los miran desde las gradas, y muchas personas con cuernos): se trata de los efectos colaterales que una tal educación puede obrar en el alma de los más pequeños.
Aprender que introducir a una criatura en un círculo de arena con el fin de torturarla mediante pullas, cuchilladas, lanzazos y carreras es una ocasión deliciosa para estimar la belleza de la vida y el dominio de la naturaleza supone un mal camino si deseamos inculcar la tolerancia, el respeto y la sana convivencia con quienes nos rodean. Si tenemos que aguantar de momento la fiesta de los toros, que así sea si no hay más remedio; pero por favor, que no llenen de porquería las cabezas de los niños.
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