Sí, Juan, Dios es redondo
Por la amistad que nos profesamos y mantenemos, me he permitido robarte el título de tu libro. Ya sé que lo prohíbe el Libro de estilo, eso de copiar lo que otro ha imaginado, pero es que el título de tu libro me viene al pelo —es un decir literario— para hablar de lo que yo quiero y para qué voy a andar dándole vueltas al magín para llegar a la conclusión que tú ya llegaste hace tiempo. Me ahorro el viaje que ya hiciste tú, Juan, para hablar de lo que ya hablaba Dios en cuanto juntó 11 contra 11 en el infierno terrenal, aunque tengo entendido que entonces no había trío arbitral, y decía Dios que con la Santímisa Trinidad bastaba.
Juan, por cierto, es Juan Villoro, un magnífico escritor mexicano que vive a caballo entre el DF y Barcelona, entre la pasión por el Necaxa de su país y el Barça de su ciudad adoptiva, entre Pele y Maradona y junto a ellos Messi. Pero Juan, que escribió ese magnífico libro que, entre otras cosas, ha resuelto el título de este artículo —volveremos a comer un día—, siempre dice que más que el fútbol, al que adora, le interesa la afición al fútbol. Es, dice, lo que le sobrecoge, lo que le interesa, lo que le llama la atención, más allá de la redondez de Maradona, de Pelé, de Cruyff o de Messi, que les asemeja a Dios, y parece que el sumo hacedor tuviera en vez de orla celestial el canto de un balón sobre la cabeza.
Pues bien, Juan, tan extraña es la afición al fútbol, tan familiar, tan cercana y a la vez tan extraterrestre, que por ejemplo en Bilbao —si Dios futbolísticamente nació en Inglaterra es porque no sabía euskera— se ha desatado una locura magnífica, excelsa, primero por la final de Copa, sin que se sepa siquiera dónde se va a disputar —en Madrid, en Valencia, en Sevilla, en Portugal, en Inglaterra, en Brasil o en las Islas Feroe— y, sobre todo, por sentarse en Old Trafford. Yo te diría que en estas últimas semanas, en Bilbao Dios no es redondo; es orondo. Tiene como un aire al Olentzero, aunque creo que no fuma porque no se le advierte pipa alguna en la comisura de los labios.
Pero fíjate, amigo mexicano, que profesas la fe de un equipo que nació en tu ciudad y ahora juega a tropecientos kilómetros de distancia. Hasta dónde llega el fútbol que una ciudad como Manchester ha conseguido convertirse en un lugar turístico, de culto incluso, por el simple hecho de tener un club como el United —ahora discutido por el City, presunto hermano pobre, ahora nuevo rico— y, sobre todo, un terreno de juego, Old Trafford, convertido en una meca del fútbol, como lo es Wembley o Anfield o Maracaná o la Bombonera (de Buenos Aires o de Eibar, que ahí le andan). Nunca resolveremos si esto del fútbol es amor o locura, escapismo o implicación, pero ahora que todo es gris, que hasta Dios está a dieta, da gusto ver los colores del fútbol, la policromía de la ilusión.
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