La fábrica de Cabeza de Cerdo
El juicio contra el capo de la prostitución destapa el infierno que padecieron cientos de mujeres
Ioan Clamparu, de 43 años y de apodo Cabeza de Cerdo, apenas parpadeó durante las ocho horas que duró el juicio esta semana en la Audiencia Provincial de Madrid. Solo frunció el ceño cuando el secretario del tribunal leyó las declaraciones en las que una de las mujeres explicaba que tenía miedo de él porque había descuartizado a una compañera. Nada más.
Una testigo protegida relató un episodio que demostraba quién era el capo de red, una de las más importantes de Europa. En un local Clamparu reconocía el género que había llegado de Rumanía. En esta ocasión eran unas 20 mujeres, que Clamparu alineó. Para evitar rencillas entre sus lugartenientes, Clamparu les asignaba las chicas, que apenas entendían nada de lo que estaba pasando. Cabeza de Cerdo, de casi dos metros de altura, les preguntaba a cada de una de estas mujeres su nombre. Estas se lo decían y veían cómo Clamparu los escribía en un papel, que introducía en una ensaladera. Y así con todas. Después era el turno de sus empleados. Metían la mano en el recipiente, y se quedaban con la mujer que les había tocado en el sorteo. Clamparu les permitía introducir la mano en la ensaladera a los jefes de la banda más veces, que así disponían de más mujeres para explotar o para violar.
La carrera delictiva de Clamparu se inició en su país antes de que en 1989, con 20 años, ingresara en la prisión de Aiud. Pero Cabeza de Cerdo logró salir 10 años después, pese a haber sido condenado a una pena de 15 años. Su destino fue Italia, Francia y, finalmente, España.
Introdujo en España de forma ilegal a más de 600 mujeres. Clamparu organizó junto a dos compañeros de su ciudad natal, Botosani, que había conocido en la cárcel, una estructura delictiva que en poco tiempo logró dominar la prostitución en varias zonas de Madrid: principalmente en la Casa de Campo y en Marconi. Estas mujeres llegaban, según la policía, engañadas. No sabían que iban a trabajar en la prostitución y, en el caso de que lo supieran, desconocían las condiciones en las que lo iban a hacer: en régimen de semiesclavitud. Muchas eran menores de edad, y cada una “producía” entre 300 y 600 euros diarios.
Por eso los miembros de la red de proxenetas no permitían que las mujeres descansaran ningún día de la semana. Ni tan siquiera por enfermedad. Y mucho menos por estar embarazadas, lo que hubiera ahuyentado en principio a los potenciales clientes. Por eso las conminaban a abortar. Otra de las mujeres, Pepa, llegó a denunciar que tras negarse a abortar recibió una paliza brutal, que le provocó una hemorragia, por la que perdió a su hijo.
La declaración de otra de las mujeres en 2004 permitió que la policía pusiera cara a toda la banda de Clamparu. Dio a los agentes las fotografías que los miembros de la red se habían hecho en una fiesta privada.
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