El bisturí invisible de Pierre Boulez
Una exhaustiva compilación de las grabaciones realizadas en las cuatro últimas décadas de su vida revela la idiosincrasia única del músico francés como director de orquesta
Sobran los motivos para que Pierre Boulez (1925-2016) haya pasado a la historia. No fue solo un compositor revolucionario (de obra breve pero sustancial, amén de en casi permanente estado de transformación o renacimiento), sino también un fiero agitador de las vanguardias, un pensador original e intransigente, un programador omnisciente y audaz, un movilizador de recursos al servicio de sus creencias, un factótum de empresas que parecían impensables en su momento y, en lo que ahora más nos interesa, un director de orquesta sin parangón en el siglo XX y las dos primeras décadas del XXI. Hay y ha habido otros compositores-directores, por supuesto, pero ninguno ha logrado probablemente ascender tan alto, mantener incólume semejante nivel de congruencia o concitar tantos elogios en una y otra faceta como el francés. Boulez murió sin descendencia, pero le sobreviven no solo su música, sino también hijos putativos como el Ircam y el Ensemble intercontemporain, el fantasma que sobrevuela a diario en las dos grandes salas de conciertos de París y Berlín bautizadas con su nombre y, por supuesto, sus decenas de grabaciones discográficas.
Universal acaba de compilar todas las que realizó bajo el paraguas de los sellos Deutsche Grammophon y Decca. Son el complemento natural de las dos cajas publicadas en 2015 por los sellos Erato y Sony (una reedición del fondo histórico de Columbia), centradas en momentos históricos anteriores de la larguísima carrera de Boulez como director, desasnado inicialmente en el Teatro de Marigny, en la compañía recién creada por Jean-Louis Barrault, que entrevió su enorme potencial cuando el músico tenía tan solo veinte años y apostó por confiar en él, a pesar de definirlo como “encantador y siempre a la defensiva, como un gato joven” que “disimulaba mal un temperamento salvaje muy agradable” y se comportaba “con brusquedad, ‘sacando todas las garras’, sin dejar a nadie a salvo”. Boulez era “cáustico, agresivo, a veces irritante” y algo de eso se trasluce inevitablemente en su manera de dirigir.
La experiencia adquirida en Marigny, a pie de escenario, facilitó su irrupción definitiva como un director de orquesta a tener muy en cuenta, cuando le ofrecieron dirigir La consagración de la primavera de Stravinsky el 18 de junio de 1963, en el mismo lugar en que se había estrenado medio siglo antes: el Théâtre des Champs-Elysées de París. Boulez prescindió en aquel bautismo de fuego, como haría siempre, de batuta y el crítico Jacques Lonchampt supo captar esa tarde todo lo importante, no solo por referirse, con un revelador oxímoron, a su “precisión poética”, sino también por la gráfica descripción de sus gestos: “Sus dedos son tan expresivos como en un estudio de Durero o Leonardo: a veces abiertos progresivamente, con pulgar e índice tocándose en forma de anillo, mientras que otras se juntan, la mano muy recta, cortante en la posición vertical, o bien pacificadora y protectora en la horizontal”. En noviembre de ese mismo año dirigiría Wozzeck en lo que supuso el estreno de la ópera de Alban Berg en la Ópera de París, con un montaje del propio Barrault. El éxito de todas las representaciones fue clamoroso y en esta ocasión fue Claude Rostand quien alabó que Boulez se mostrara “siempre atento al equilibrio entre voz e instrumentos”, además de incidir en otra de sus virtudes más características: la conformación de “un sonido transparente, claro, que brilla con el efecto sutil y perturbador de la seda tornasolada. No había nada excesivo, pesado, ninguna distorsión inapropiada del texto musical”.
Después de que su fama como director empezara a traspasar fronteras, enseguida llegarían sus vinculaciones estables con la Filarmónica de Nueva York y la Sinfónica de la BBC, que renovaron radicalmente su repertorio gracias a Boulez, un paladín indomeñable de la música del siglo XX. La caja que acaba de editar Universal nos presenta al director francés al frente de las mejores orquestas del mundo: las Filarmónicas de Berlín y Viena, las Sinfónicas de Londres y Chicago, la Orquesta de Cleveland (con la que estableció durante décadas una relación de fuerte complicidad), la Staatskapelle de Berlín o, por supuesto, su hijo más querido, el Ensemble intercontemporain, que no requería de instrucción adicional, porque llegaba ya muy bien enseñado desde su nacimiento.
Preguntado a finales del siglo pasado sobre quiénes serían los compositores modernos que darían el salto al próximo milenio, el actual, Pierre Boulez dio la misma respuesta que había dado a una pregunta similar cuatro décadas antes: Bartók, Stravinsky, Schönberg, Webern y Berg. Y son justamente estos cinco autores quienes forman quizá la línea medular del legado discográfico de Boulez. Del músico húngaro, la caja de Universal incluye gran parte de su producción orquestal, desde obras menos conocidas como las Piezas orquestales o los Esbozos húngaros hasta puntales del repertorio como el Concierto para orquesta, El mandarín maravilloso (en una versión acerada y violenta difícilmente superable), la Música para cuerda, percusión y celesta, la totalidad de la producción concertante para violín y piano o incluso su ópera El castillo de Barba Azul. En manos de Boulez, la música de Bartók suena más radical e incisiva que nunca.
A Stravinsky lo conoció personalmente y sabía bien de sus contradicciones y reinvenciones. Boulez siempre lo engrandece, aun en las miniaturas de sus canciones, auténticas joyas ensartadas en sus lecturas límpidas, casi transparentes, cuya economía de medios se sitúa en el extremo opuesto del derroche y la extraversión de sus ballets, un territorio propicio para que el director haga gala de su legendario virtuosismo rítmico. A Schönberg lo dirige con veneración y a Berg con pasión —contenida y, a la vez, perceptible—, pero donde Boulez se siente en su líquido elemento es dando vida a la música despojada de Webern, casi un padre espiritual, un modelo de radicalidad, un insobornable como él. Escuchar sus Piezas para orquesta, su Sinfonía, sus Variaciones o, también aquí, sus canciones es lo más parecido a asistir a una clase de anatomía, a una intervención quirúrgica realizada con instrumentos de alta precisión: un todo orgánico y coherente diseccionado y explicado hasta sus componentes más minúsculos.
El Mahler de Boulez (aquí se recogen todas sus obras importantes) apabulla por sus modernas hechuras vienesas y sus continuos presagios futuristas, con logros casi inalcanzables, como una Tercera Sinfonía irrefutable y una Sexta granítica, de una pieza. Hay compositores representados con un solo disco (Szymanowski, Varèse, Skriabin), pero en interpretaciones devenidas en hitos. No faltan tampoco pequeñas sorpresas (una Gran Partita de Mozart desmenuzada con rayos X, una Octava de Bruckner decididamente profana o un Así habló Zaratustra de Strauss más filosófico que nunca) y la esperable afinidad con sus compatriotas: un Ravel puntillista, un Debussy infinitamente maleable, casi panteísta, y un Messiaen polícromo y omnímodo. Su versión incandescente de Et exspecto resurrectionem mortuorum parece capaz de resucitar a los muertos o devolver la fe a los incrédulos. Un discípulo díscolo, Boulez llegó a calificar la Sinfonía Turangalîla de su maestro de “música de burdel”. Cuando llegó a su clase, Messiaen pensó, por su parte, que aquel joven estaba “furioso, como un león al que hubieran desollado vivo”. Pero las interpretaciones que aquí se escuchan lo habrían dejado tan deslumbrado como a nosotros.
Brilla también con fuerza su propia música (cuyo nacimiento fue posible en gran medida gracias a su larga dedicación a la dirección), así como el homenaje a un compañero de generación, György Ligeti, aún más genial bajo su lupa. El conjunto se corona con el Anillo de Wagner que puso patas arriba en Bayreuth en 1976 tanto la historia del wagnerismo como la del propio festival: además de las versiones en audio en CD, cuatro Blu-rays permiten ver la pareja revolución operada por su colega —cómplice casi— Patrice Chéreau. El arte de Pierre Boulez, de quien los músicos que trabajaron con él siempre se hicieron lenguas de su oído prodigioso, sobrehumano, capaz de escuchar y discernir literalmente todo, es, como supo percibir Jacques Lonchampt en aquella crítica visionaria de 1963, el de una “poesía de la exactitud”. Sesenta años y toda una gran carrera de director después, tal como corrobora la escucha asombrada de este cofre lleno de modernos tesoros, es imposible expresarlo mejor.
‘Boulez - El director’. Grabaciones completas en Deutsche Grammophon y Decca. 84 CD y 4 Blu-rays.
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