El arca de los seres vivos
El parque que fundó Ernesto Páramo en 1995 contribuye a la restitución de la memoria democrática de una ciudad, Granada, y de todo un país
El Biodomo del Parque de las Ciencias de Granada se parece a una de esas cápsulas de la ciencia ficción en las que habitan los supervivientes de un mundo devastado. También se parece a un arca de Noé futurista, un compendio apretado de los seres vivos, desde los que pueblan el fondo del mar hasta los que saltan por las ramas más altas de los árboles de la Amazonia o de Borneo. El Parque de las Ciencias lo fundó en 1995 uno de esos hombres que detrás de un aire calmado e incluso tímido esconden una determinación infatigable, Ernesto Páramo, que se jubiló como director hace unos meses. Ernesto Páramo es uno de esos agitadores ilustrados que han sostenido entre nosotros el impulso casi perdido de la Institución Libre de Enseñanza, dotados de la convicción inquebrantable de que el conocimiento racional hace mejores a los seres humanos, y de que el saber y la belleza pueden transmitirse a la inmensa mayoría, y despertar en cada uno lo más valioso y singular de sí mismo.
A mediados de los ochenta, Páramo aparecía por las oficinas municipales en las que yo trabajaba, siempre con proyectos educativos relacionados con la naturaleza. Enormes energías intelectuales estallaban por entonces: era la gran novedad de la democracia reciente y de la llegada de la izquierda a los ayuntamientos, unos años antes que al gobierno central. Una parte considerable de aquellas energías se disipó estérilmente, por culpa del aturdimiento, de la corrupción que ya empezaba, de la simple incompetencia, de la preferencia por lo espectacular y lo inmediato por encima de lo que se construye sólidamente a largo plazo. Muchos fulgores se apagaron tan sin rastro como el castillo de fuegos artificiales sobre el cielo de Sevilla en la última noche de la Expo de 1992. Pero algunas cosas sí quedaron, y han sobrevivido y mejorado a pesar de las dificultades que en España se ceban sobre cualquier proyecto bien concebido y bien hecho, volcado en exclusiva al bien común, y no a la propaganda ni al clientelismo. De la efervescencia ilustrada y liberadora de aquellos tiempos quedaron instituciones tan indiscutibles como la Orquesta Ciudad de Granada y el Centro José Guerrero (el García Lorca llegó años después), que van saliendo adelante con vaivenes angustiosos, sin más ventaja que su propia excelencia, argumento siempre inseguro en un país donde casi nada está a salvo de la greña partidista, y donde la cultura y la educación no les importan casi nada a una gran parte de los profesionales de la política, salvo como herramientas de adoctrinamiento identitario.
Manuel de Falla, García Lorca, José Guerrero son tres luminarias universales en una ciudad que muchas veces se revolvió hostilmente contra lo mejor de sí misma. El colapso de la Edad de Plata de la cultura española que trajo consigo la victoria franquista en la Guerra Civil adquirió en Granada un grado inaudito de crueldad y destrucción. “Una ciudad muy pequeña para tantos crímenes”, escribió uno de los testigos supervivientes, José Mora Guarnido. Pero la ruina y la matanza no afectaron solo a la cultura literaria y artística. Médicos y científicos de primera fila también acabaron ante el paredón o en el destierro. Uno de los primeros ejecutados en Granada en el verano de 1936 fue el ingeniero José de San Cruz, al que la ciudad le debía, entre otras cosas, el diseño de la carretera que sube a Sierra Nevada. Con igual saña asesinaron los sublevados, unas semanas después de García Lorca, al catedrático de Pediatría Rafael García-Duarte, y a Jesús Yoldi, que lo era de Química General.
Se nos olvida que las ciencias brillaron tanto en nuestra Edad de Plata como la literatura y las artes, y que el “Muera la inteligencia” también era gritado contra ellas. Por eso el parque que fundó Ernesto Páramo en 1995 contribuye a la restitución de la memoria democrática de una ciudad y de un país al mismo tiempo que despliega su amplitud deslumbrante de modernidad científica, su ambición de pedagogía ilustrada, rigurosa y abierta a los prodigios no de la fantasía gratuita, sino del conocimiento verdadero de la variedad del mundo y de las leyes que lo rigen, y del lugar que en ese extraordinario laberinto les corresponde a los seres humanos. Como por un sendero a través de un laberinto avanza uno nada más entrar en el Biodomo, que empieza siendo un acuario de muros curvos y bóvedas transparentes en el que uno tiene la sensación de sumergirse como un buzo y también de observar los paisajes y las criaturas del fondo del mar como el Capitán Nemo tras la ventana circular del Nautilus. El puro asombro infantil se mezcla sin esfuerzo con el aprendizaje riguroso. La pulsación sutil de las campanas transparentes de las medusas hipnotiza igual que el movimiento certero y sinuoso de un tiburón. Según se asciende, se pasa de la vida en las profundidades del mar a la de los arrecifes de coral, a la de los ríos y los manglares, las selvas tupidas donde los animales se vuelven invisibles para los depredadores mimetizándose con el entorno o vuelan como estallidos de color en una umbría caliente. Cada criatura animal o vegetal está íntimamente ligada a todas las otras. Muchas de ellas pertenecen a especies amenazadas de extinción por la codicia y las destructividad humanas. Los peces que vienen del estuario del Mekong sobreviven en las aguas fluviales más contaminadas del mundo. Un cocodrilo flota como si levitara meditando, solo el hocico fuera del agua. Viene de China, y de su especie, Alligator sinensis, quedan en libertad unos 300 ejemplares. Los ojos redondos y los hocicos afilados de los lémures de Madagascar nos observan sin alarma entre las hojas de un árbol. Dos nutrias juegan y se persiguen vertiginosamente, y sus lomos mojados brillan con destellos de relámpago. En la belleza de todos estos animales hay una melancolía de refugiados sin regreso posible, porque los hábitats a los que pertenecen ya no existen o están en peligro. Llegando arriba, al final del recorrido, hay una terraza que da a los tejados y las torres de la ciudad, a la Alhambra y la sierra, a la vega brumosa. Todo parece intacto y salvado en la lejanía. Un erudito en insectos, voluntario entusiasta del parque, nos ha mostrado un insecto palo de Borneo, tan largo como una lagartija. Lo sostiene sobre la palma de su mano como si fuera un pájaro, o el pañuelo de un prestidigitador, ante el asombro idéntico de adultos y niños. Si existe un lugar así, hay razones persuasivas contra el desaliento.
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