Arañas en un agujero
Leonardo Sciascia no se conformó con ser un autor leído y venerado. Siguió escuchando historias y recogiendo detalles hasta convertir olvidadas anécdotas o malhadados cotilleos en una crónica literaria y política inapelable
Sí, la araña aparece o, mejor dicho, no aparece, en una esquina del libro, casi al comienzo de este diario titulado Negro sobre negro, imponente por su tono único, íntimo; de compasión y fatalismo, pero también de lucha y sabiduría. Y es que Leonardo Sciascia (1921-1989) no se conformó con ser un autor leído y venerado muy pronto, sino que siguió escuchando historias, recogiendo detalles, apuntándolo todo, hasta convertir olvidadas anécdotas, o malhadados cotilleos, en una crónica literaria y política inapelable. ¿Quién sino él, nacido en el mísero pueblo siciliano de Racalmuto, en la provincia de Agrigento, podría echarse sobre las espaldas, siempre fuertes, la tarea ímproba de enseñarnos cómo las heridas de toda una sociedad pueden convertirse, en un encogerse de hombros, en una ingrata forma de vida? Y en un único pacto llamado omertà.
Sólo un decidido pensador, un erudito curioso, un tipo fajado, un amante de la verdad y de la libertad hubiera podido reconocer y participarnos, a sus lectores asombrados, que la esencia del mal está ahí dentro, en el mismísimo sistema de gobierno y el presunto bienestar que nos ofrece. Aún me sigo preguntando cómo es que no se lo quitaron de en medio. Tal vez porque adivinaban que no le interesaba ejercer ningún poder. Y así, en cuanto le dieron mecha, volvió a liarla, en 1978, con el el caso Moro.
Sólo un decidido pensador, un erudito curioso, un amante de la verdad y de la libertad podía decirnos que la esencia del mal está en el sistema de gobierno y el presunto bienestar que nos ofrece
Retrocedo. “No sacar a la araña del agujero”, nos revela Sciascia, es un antiguo proverbio siciliano que significa ”no alcanzar ningún resultado”. Esa imposibilidad planea sobre todo el libro, ya desde el mismísimo título, cuya primera edición no salió en España hasta 1984, editada por Bruguera, con una calidísima traducción de Joaquim Jordà. Este superlativo no es un capricho mío, porque Sciascia es uno de los escritores que adjetiva como quien hace pan: suave, sabroso, soberbio. El autor nos indica desde la contraportada que “este diario no es el resultado de una tarea regular, asidua, sino más bien de un ejercicio ocasional y precario que se inicia en el verano de 1969 y llega hasta hoy”. “Al ordenar las notas he debido confiar en la memoria o en la fecha de su publicación en el Corriere della Sera, La Stampa o L’Ora”, apostilla.
¿A qué suena Sciascia? ¿Qué nos cuenta este silencioso y testarudo apellido siciliano? Podría ser un aire caribeño, un chachachá festivo o, todo lo contrario, el apagado arrastrarse de hojas muertas barridas hasta dejar el bosque desnudo. Desnudo no, “sordo”. Así sonaba Sicilia en boca del escritor: a mentira. Pero mejor que lo diga él: “Y luego está la guerra. Y también, en algún caso, la paz. Y el bienestar de determinados pueblos al que corresponde el hambre de otros. Cosas todas ellas, en las que, si creyéramos, veríamos asomar los cuernos, las manos, los dientes y el vientre del diablo. Y no del pobre diablo”. Sciascia se te pega al corazón y a la lengua. Y, en mi caso, justamente ahora, se me aparece como uno de mis duendes. Ya antes, en esta misma columna, hablé de ellos. Sciascia es, y lo acabo de descubrir releyéndole, el “duende de la memoria”.
“Piccolomini, déjalo ya, vamos a caminar”, me gritaba mi padre desde la ventana de su estudio de pintor. Yo, abajo, en el patio del caserón castellano donde él nació, me parapetaba tras la empalizada de libros. Los largos atardeceres de la infancia me protegían. Nunca supe por qué me llamaba así. ¿Piccola? Tal vez. Él era de origen italiano y con los niños chapurreaba su lengua. Misterio. Hasta que, de pronto, lo comprendí. Estaba en la página 146 de Negro sobre negro. Sciascia, durante uno de sus veranos en Siena, se ocupa de la vida privada y pública de esta ciudad durante el siglo XIII. Y anota: “La lectura más afortunada, más stendhaliana en cierto sentido, es el Commentari que Enea Silvio Piccolomini dictó cuando se convirtió en el papa Pío II”. Entusiasmado con estas memorias, Sciascia lo compara “por su envergadura de hombre y por su papel histórico” al mismísimo Churchill. Y remata llamándole “el papa humanista”.
Babbo —papá, abuelo en italiano— leía mucho a Sciascia. Antes de empezar, reclamaba un silencio místico, ponía un dedo en la boca y pronunciaba algo que sonaba como sha-shá. Hoy, por una simple cuestión de gratitud, permitidme que firme estas líneas con ese recobrado y eufónico mote de niñez.
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