¿Por qué lo llaman ‘arte público’ cuando quieren decir ‘monumento’?
Una conversación entre los artistas Rogelio López Cuenca y Jorge Ribalta sobre la dificultad de trabajar en la calle sin caer en la retórica plástica, abstracta o figurativa, que tanto gusta al poder político
JORGE RIBALTA. Mi motivación para esta conversación es un cruce de dos razones. De entrada, es una reacción a tu artículo en Babelia “De la decadencia del monumento público” (2 de enero de 2021), con el que encontré muchos puntos de identificación. En particular, me gustó la recuperación del termino “monumento” en detrimento de la categoría aparentemente neutra y administrativa de “arte público”, que ha sido el lenguaje dominante desde los ochenta para acá. Recuperar el término monumento es coger el toro por los cuernos de los aspectos inevitablemente políticos que implica poner arte en espacios públicos fuera de las paredes del museo y, en particular de las relaciones del arte con el poder. Es decir que “arte público” ha sido una categoría que ha maquillado tales relaciones en nombre de una discutible democratización de arte. Pensemos en la última gran campaña de arte público en Barcelona en el contexto de las Olimpiadas de 1992, que simbolizaban una devolución ciudadana del frente litoral. Hoy algo así sería inviable. Recuperar o defender el término monumento en nuestra época implica situarse en una problemática necesariamente incómoda, donde los artistas no podemos ser neutrales o “autónomos”. El monumento es inevitablemente una conmemoración o representación del poder o gobierno de turno.
Sin embargo, el monumento tiene una otra dimensión, no tan directamente instrumental del poder, esto es, no simplemente conmemorativa, que es el elemento de memoria, el elemento histórico, por decirlo a la manera de Aloïs Riegl (El culto moderno a los monumentos). Si el elemento conmemorativo representa el lado disciplinar del monumento, el elemento histórico o mnemónico es su lado o potencial liberador.
“Si el elemento conmemorativo representa el lado disciplinar del monumento, el elemento histórico es su lado liberador” (Jorge Ribalta)
ROGELIO LÓPEZ CUENCA. Para el poder político es esencial el control del archivo, de qué se incluye y qué se omite, qué se relega al olvido y qué se preserva como memoria, y los monumentos ahí juegan un papel fundamental, como denota su origen etimológico (de monere, “recordar”, en el sentido no de “acordarse” sino de “hacer recordar”, o sea, “advertir”, “avisar”).
En ese carácter innegablemente político radica el desapego del arte y los artistas modernos, tan celosos de su idealista autonomía. “O es un monumento o es moderno; las dos cosas, no”, zanjó Lewis Mumford (La muerte del monumento). ¿Quién va a querer aparecer como autor de monumentos, es decir, dando forma a memorias ajenas? Si la escultura moderna abandonó la cápsula del cubo blanco fue como solución supuestamente embellecedora, pretendidamente humanizadora del saqueo de una arquitectura y un urbanismo que entendía la ciudad como mercancía, como un botín. Y ese lavado de cara no se consideraba un acto político. “Político” es un adjetivo que se aplica al arte atendiendo a su contenido, al tema del que trata, y solamente cuando éste se manifiesta en contra o de modo crítico respecto al orden y la ideología hegemónica. Y siendo esta, en lo que al arte atañe, que de lo que el arte trata es de sí mismo o de su autor (de su insondable, insobornable subjetividad, a más de su pericia en el oficio) no es de extrañar que su función política ―esto es su papel de monumento, o sea, de admonición, de reprimenda, de aviso a navegantes― acabe camuflada y percibida como entretenimiento o como decoración.
JR. Claro, la pregunta que se plantea desde este punto de vista es en que medida el marco administrativo/gubernamental sobredetermina y satura el espacio de la crítica y la resistencia. En tanto que artistas que trabajamos dentro de ese marco, ¿solo podemos estar al servicio del poder? ¿No puede haber un espacio de diferencia? Ciertamente la autonomía es un mito moderno, pero es también un horizonte de alteridad necesario para pensar que el arte tiene una utilidad social no solo “desde arriba”, sino también “desde abajo”, por ponerlo según un cierto esquematismo o maniqueísmo populista. También la modernidad otorga al arte ese espacio de contra-discurso o alteridad a través de la idea de autonomía. Volviendo a Riegl, ¿qué hay del monumento “no intencionado”? Dicho de otra manera, hay una vida pública propia en el monumento que escapa la lógica digamos gubernamental, que Riegl asocia con ese proceso en que ciertas ruinas cobran un sentido y uso diferente con el paso del tiempo. A esto es a lo que me refiero por el valor histórico en oposición al valor conmemorativo. No pretendo idealizar el espacio de la autonomía (una categoría que, con todo, me parece necesaria), sino exponer una pregunta que me hago a mí mismo constantemente, sobre para quién exactamente trabajamos los artistas y para la que no tengo una respuesta completamente tranquilizadora.
RLC. Son muy minoritarias las experiencias en el campo de lo que podríamos llamar alter-monumentalidad ―sea cual sea el aspecto de esa alteridad, de esa diferencia: se trate de una divergencia meramente formal (si eso existiese) o de protocolo (ese “desde arriba/desde abajo” del que hablamos)―. Lo habitual es la inercia que amojona aquí y allá la ciudad como un patético pesebre. Y si en algún momento pareció constituir un parteaguas el Monumento contra el fascismo de Esther-Shavel Gerz y Jochen Gerz (Hamburgo, 1986-1993), tú mismo acabas de recordar qué se estaba haciendo mientras tanto en Barcelona… Desde luego, sí, casi mejor dejar el tema en manos del monumento “no intencionado”, espontáneo, del lugar de memoria o, mejor, de memorias múltiples, simultáneas y cambiantes: como cuando el monolito al soldado desconocido, sin dejar de serlo, se convierte a la vez en un lugar de cruising gay.
A la pregunta de para quién trabajamos los artistas, claro que no hay respuesta tranquilizadora. No trabajamos en un sistema diferente al de los albañiles, las periodistas, los directores de museo o las kellys… Lo mismo, la pregunta correcta sería ¿a ti quién te paga?
JR. Respecto a la cuestión de la decoración que apuntabas, déjame hacer solo una puntualización. Aunque suene freak, soy partidario de la decoración, que es una función histórica y noble del arte que la modernidad ha convertido en delito (Adolf Loos). Creo que esta condena es, en realidad, una forma de hipocresía porque la decoración ha persistido en el arte moderno en la medida que no puede haber un funcionalismo puro ni una represión total del “exceso” estético. Personalmente, ha sido a través de un esquema decorativo como he abordado la intervención en la Plaza de la Garduña de la que quería hablar aquí contigo.
RLC. Bueno, la defensa de la decoración sonará freak en nuestro propio micro-contexto, ya de por sí freaky, pero la inmensa mayoría del arte que se produce y que se consume como tal no tiene otra finalidad que la ornamental: arte-ambiental, Muzak-Art. A lo mejor, sí, la oposición ente decorativo o no es demasiado simple, pues hablamos de un espacio fronterizo sometido a las cambiantes convenciones de las modas. De todas formas, no creo que el funcionalismo consumara la expulsión del ornamento sino que lo asumió, lo incorporó, lo canibalizó, haciéndolo innecesario.
“Mejor dejar el tema en manos del monumento “no intencionado”, espontáneo, cambiante: como cuando el monolito al soldado desconocido, sin dejar de serlo, se convierte a la vez en un lugar de ‘cruising’ gay.” (Rogelio López Cuenca)
JR. La segunda de mis razones para esta conversación es que se ha presentado recientemente una instalación fotográfica permanente, un “friso fotográfico”, en la Plaza de la Garduña, detrás del mercado de la Boquería, que surge de mi exposición Ángeles Nuevos de la Virreina en 2019. Todo ello arranca del interés que la exposición despertó a una parte de los vecinos de las nuevas viviendas de protección oficial en la plaza, que se me acercaron para plantear la posibilidad de poner fotografías en los espacios comunes de sus edificios. De ahí arranca una conversación que, dos años después, ha dado lugar a esta intervención. Mi trabajo interesó a los vecinos porque ofrecía elementos para entender la historia del lugar, era una especie de arqueología que, a través de la documentación de la reforma de la plaza en la última década larga, hacía también aparecer estratos históricos anteriores. De ese modo, para los nuevos habitantes, el lugar donde acababan de llegar, y que era habitado por primera vez en más de un siglo, se hacía comprensible, reconocible, incluso dentro de su propia hostilidad.
Este proyecto es un intento hacia esa otra monumentalidad.
RLC. Aquí nos encontramos otra vez con una situación inusitada dentro del paradigma moderno, según el cual el artista y la obra de arte ―que no tienen, como ya hemos dicho, otro tema ni objetivo que sí mismos― se dirige a un público entendido como una masa abstracta de consumidores/espectadores. Sin embargo, el autor de un monumento obedece a un encargo, normalmente de la Administración, del poder político, que del arte espera verse ennoblecido por una exaltación que contribuya a compensar en el plano simbólico sus errores y desmanes, pues es habitual que encarguen monumentos en homenaje a aquello que ellos mismos han destruido, en un ejercicio incluso a veces de nostalgia previa, fingiendo de antemano lamentar la desaparición de lo que ya han decidido sacrificar en el altar del progreso: te mato pero, oye, te hago un monumento.
Hablas de la posibilidad de un monumento que no obedezca a los dueños de la ciudad y la historia oficial. Fíjate hasta que punto monumento y poder se perciben como indisolublemente vinculados que las intervenciones memorialísticas de denuncia que en México han sido realizadas últimamente por parte de movimientos sociales, es decir, “desde abajo”, han optado por llamarlas “anti-monumentos”… cuando es puridad, se trata de monumentos en toda regla, con la única salvedad ―que no es poca, es cierto― de que no se han erigido por orden de la autoridad o con su permiso.
JR. Bueno, por eso me gustó tu manera de plantear una reconciliación con el monumento. Al menos, en el sentido de aceptar las problemáticas que plantea hoy.
Acabas tu artículo mencionando el caso del monumento a Antonio López, retirado en 2018, como ocasión perdida para experimentar otros procesos de monumentalidad. De nuevo, me identifico plenamente.
Cuando la polémica de ese monumento saltó en 2017 (a causa de la actividad esclavista de López en Cuba), ya en el mandato de la alcaldesa Ada Colau (iniciado en 2015), y el monumento fue finalmente retirado (en marzo de 2018) yo estuve en contra. Mi argumento era que la retirada del monumento suponía una ruptura del conjunto histórico del frente portuario que va del monumento a Colón al Parque de la Ciudadela, el mejor documento urbano del capitalismo colonial en Barcelona. El paseo de Isabel II es y representa la consolidación del centro político y económico de la Barcelona del siglo XIX en torno al Pla del Palau y la Llotja (la Lonja de Mar), y testimonia la pujanza económica (de base colonial) de la Barcelona contemporánea en la era Cerdá. Las citas al colonialismo marítimo español son recurrentes en la decoración de los edificios del paseo, no se limitan al monumento a Colón que es, obviamente, su máxima expresión. No hay que olvidar que tanto la industrialización de Barcelona y su área de influencia, como el mismo Ensanche de Barcelona se pagan con los capitales generados por la explotación de Cuba, capitales basados en mano de obra esclava.
En mi opinión, una política cultural rigurosa y democrática hoy debe saber respetar el patrimonio histórico en tanto que conjunto y no mera suma de partes aisladas. Y preservar los hechos históricos frente a sus diversas interpretaciones ideológicas. La historia ha sido la que ha sido. La crítica “poscolonial” del pasado esclavista del empresariado “indiano” barcelonés del siglo XIX es hoy instrumental a las retóricas populistas del actual gobierno municipal, expresa la impugnación a las élites históricas. De modo que la retirada del monumento reproduce la misma lógica represiva y autoritaria que critica, al entender los monumentos como representaciones o instrumentos del poder: es una expresión del nuevo poder dominante (y de lo que Chantal Mouffe ha denominado el “momento populista”, EL PAÍS, 10 junio 2016). ¿No son los recientes ataques a monumentos parte de esta lógica?
Y ello va en detrimento del principio democrático de una concepción desideologizada del valor patrimonial y educativo que exigiría la conservación íntegra de tal entorno del frente portuario. Sin ese monumento se pierde una clave interpretativa principal y se genera literalmente un vacío, esto es tanto físico como conceptual. Incluso desde una lógica de crítica al capitalismo colonial, la intervención en el monumento es un gesto de violencia y de barbarie. Los monumentos son documentos históricos y la ciudad en sí misma es el gran documento que hace legible la historia. El pedestal vacío del monumento es acaso un síntoma de la época, y de una impotencia, la de producir otra monumentalidad.
“La rabia iconoclasta es perfectamente comprensible y hasta una manera de construir, de escribir otra historia, pero tan autoritario es el derribo físico de un monumento como lo fuera en su día su erección” (Rogelio López Cuenca)
RLC. Hace unos años (en 2014, en Barcelona, en una exposición titulada Nonuments, en el MACBA, que invitaba a una reflexión sobre la pertinencia del género monumental en estos tiempos) presentamos, en colaboración con Elo Vega, una propuesta precisamente sobre el monumento a Antonio López. Lo llamamos Quilombo # 1, porque aspiraba a ser el primero de una serie de trabajos sobre monumentos, de intervenciones temporales que hicieran hablar a diferentes monumentos dedicados a héroes y hazañas de la historia de imperialismo español, mostrar aquello que su propia presencia oculta o disimula, concretamente, la brutalidad de la explotación colonial y el esclavismo. De ahí el nombre, quilombo, el de los campamentos creados por los esclavos que conseguían escapar. La idea era convertir esas exaltaciones racistas del colonialismo y el supremacismo blanco en justo lo contrario.
Estas intervenciones no se plantean como definitivas porque entendemos que no tiene sentido la pretensión de “decir la última palabra” en una sociedad plural y democrática, entendiendo lo político como un proceso siempre en construcción, en discusión permanente… Abogamos por no destruir esos monumentos en su dimensión física sino demolerlos simbólicamente, esto es, “despertándolos” como lugares de conflicto, de reflexión, de debate. La rabia iconoclasta es perfectamente comprensible y hasta una manera de construir, de escribir otra historia, pero tan autoritario nos parece el derribo físico de un monumento como lo fuera en su día su erección ―un término, por cierto, que evidencia directamente el carácter patriarcal de esta “pelea de pollas” en torno a la castración simbólica del enemigo derrotado―.
JR. Uno de los ejemplos para mí más interesantes de “monumento crítico” en la Barcelona contemporánea es el anti-monumento de Joan Brossa al alcalde Porcioles, titulado Recuerdo de una pesadilla (1989), en donde la cabeza cortada de Porcioles se ofrece al público en una bandeja, como la cabeza de San Juan Bautista. Ese monumento paródico de Brossa (que, por cierto, permaneció incomprensiblemente retirado y escondido en un almacén municipal hasta que ha acabado en el Museo de la Inmigración de Sant Adrià de Besos, lo cual no deja de ser una ubicación discutible en tanto que también lo “domestica” y lo “expulsa” de la calle) me parece que es el mejor monumento al movimiento vecinal y de los barrios, que es la base ideológico-intelectual y social del nuevo urbanismo socialdemócrata de la Barcelona de los ochenta. El de Brossa es, sin duda, un monumento kitsch, pero es un ejemplo valioso para pensar en otra monumentalidad establecida sobre una idea de contra-memoria y que no implica la destrucción de nada existente sino la expresión de otras voces.
Vuestra acción en el monumento de Antonio López, me interesa en el sentido de que se sale del marco dominante erección/castración que mencionas acertadamente. Comparto la idea de que no se trata de destruir sino de inventar otros procesos de monumentalidad, teniendo en cuenta la dimensión histórico-documental de lo que existe en la ciudad o, más aún, entendiendo la ciudad como monumento/documento en ella misma. Pero plantea la pregunta inicial de en qué medida vuestro proyecto está en perfecta sintonía con el discurso gubernamental municipal y se convierte, por tanto, en instrumental a ese poder. Además, creo que ese monumento se ha convertido injustamente en chivo expiatorio de otras culpas por el mero hecho de que el personaje no era catalán, de modo que sus ataques son también una naturalización perversa de una mitología nacionalista local. Hay diversas injusticias históricas que están convergiendo sobre ese monumento y que sirven para dejar intactas otras responsabilidades de mayor calado, además de que confunden en el plano histórico. ¿Qué sentido tiene esa condena focalizada en López cuando el trabajo esclavo ha sido estructural al sistema industrial/colonial (español e internacional) y a la prosperidad de la Barcelona contemporánea?
“¿Qué sentido tiene esa condena focalizada en el monumento a Antonio López cuando el trabajo esclavo ha sido estructural al sistema industrial y a la prosperidad de la Barcelona contemporánea?” (Jorge Ribalta)
Pero, desde el punto de vista de la experimentación artística, lo fundamental creo que no es eso: una cosa es intervenir en el monumento y otra muy distinta es producir esa “otra monumentalidad”. Vuestra intervención es, de hecho, un proyecto, una idea que no llega a materializarse, que “parasita” un monumento existente. No produce un nuevo espacio público de memoria o un nuevo monumento y me pregunto si, por el contrario, no plantea más bien la dificultad o imposibilidad de hacerlo.
RLC. Entiendo que se trataba de tomar al personaje, al primer marqués de Comillas, como emblema representativo de esa oligarquía nacida al calor de los negocios ultramarinos y coloniales, entre los que destacaba el comercio de esclavos, que además era, en su último tramo temporal, ya ilegal; es decir, el que más beneficios podía producir pero que estaba solo al alcance de los más osados ―como el tráfico de drogas ilegales en la actualidad― o de las élites más íntimamente entreveradas con el poder político… cuyo poder e influencia se extiende hasta ahora mismo; igual que las políticas de racismo institucionalizado o de control migratorio, que es lo que nos interesa fundamentalmente, trabajar sobre de la historia, no como “el pasado”, sino como un proceso dialéctico del que somos radicalmente contemporáneos, en el que estamos sumidos y del que somos, queramos o no, protagonistas.
Nuestra idea no pasaba por defender la permanencia del monumento atendiendo a consideraciones de índole patrimonial o conservacionista de lo artístico o lo cultural a toda costa (esa religión laica de nuestro tiempo) sino porque su presencia (al contrario que su absurdo traslado a un museo o espacio similar) es mucho más útil a la hora de activar la lectura crítica y política que siempre buscamos, que quiere complejizar las ideas precocinadas y la retórica más común, en este caso, sobre este asunto concreto.
Y, sí, si bien es cierto que Quilombo # 1 (Antonio López) se quedó en un proyecto, la propuesta planteaba, entre otras cosa, iniciar un proceso que tenía como fin intervenir en toda la plaza mediante dispositivos en que se narraría la historia del tráfico negrero transatlántico e incluiría la construcción física de un quilombo en torno al monumento… Lamentablemente, la retirada de la estatua (un gesto que me parece patéticamente fetichista) trunca la posibilidad de esta u otras experiencias que diesen voz y visibilidad a las memorias de “las muchas contra lo uno”, que abriesen procesos o se sumasen a otros ya en marcha en torno a otros lugares de memoria en la ciudad.
JR. Mi propuesta de monumento en forma de “friso fotográfico” es un experimento en varios sentidos hacia esta otra monumentalidad.
Se trata de experimentar una forma de arte en espacios públicos que se sale del modelo de la escultura y surge del diálogo con la gente, en este caso la gente de los pisos de protección oficial, del mercado de la Boquería, de la Escuela Massana, y que intenta dar respuesta a una problemática muy específica del lugar: acompañar la llegada de la gente nueva a un lugar que no había sido habitado desde los derribos del Monasterio de Santa María de Jerusalén en la segunda mitad del siglo XIX. Una llegada traumática que acaso las fotografías pueden apoyar a través del recuerdo y de la representación de la historia del lugar.
Se trata también de experimentar en el diálogo de arquitectura y fotografía, y de ofrecer un contra-modelo respecto a la publicidad, que es la forma dominante en que la fotografía aparece en el espacio público. Esta “anti-publicidad” se traduce en una fotografía ligada a la materialidad de las cosas, que no promete falsas ilusiones, que no idealiza, que aborda las cosas con una cierta crudeza o dureza. ¿Es esta fotografía una lengua muerta? Como dice Giorgio Agamben (en su último libro La epidemia como política), la lengua de la poesía y de la filosofía es una lengua muerta, pero sin embargo es justo esta lengua muerta la que aporta una mayor vivacidad al pensamiento. La fotografía tal como la entiendo (una fotografía que escenifica su propia memoria y su raíz histórica y tecnológica) puede identificarse con esta condición de lengua poética y es un medio para salir de representaciones gastadas, hiper-codificadas.
La dureza de esta fotografía anti-publicitaria es también la representación de la violencia inscrita en la propia arquitectura y la forma urbana. No olvidemos que la arquitectura aparece a costa de la demolición de lo preexistente. La ciudad es un proceso de destrucción y construcción permanente. Intento dar cuenta de esa dureza material de la ciudad. La dureza de las imágenes es la dureza del proceso urbano.
Se trata también de experimentar con la idea de documento, con la tradición documental en la historia de la fotografía, una tradición o género artístico que surge en la década de 1920 para representar a las clases populares. El problema del documento es el eje de mi trabajo de las últimas dos décadas. En este caso, la pregunta que se planteaba era ¿cómo convertir el documento en monumento?
Y, en fin, es un experimento con la idea misma de monumento, mas específicamente con esa “otra monumentalidad”. El monumento no como representación del poder dominante o del gobierno de turno sino como representación de una memoria cotidiana de lo vivido por la gente corriente. No la gran historia sino la micro-historia. Una memoria de lo olvidado, valga la contradicción.
RLC. Para esa “otra monumentalidad” la cuestión fundamental es que no hay fórmulas, hay que experimentar una formalización específica que sea fruto del propio contexto en cada ocasión. No pueden fabricarse en serie, igual que un escultor al uso puede dedicar una forma más o menos abstracta a lo que sea (yo qué sé, a la Paz mundial, o a la Constitución o a las víctimas de la covid) del mismo modo que en el XIX se ponía un desnudo femenino a significar la Patria, la Libertad, o lo que hiciera falta. El problema es que esos colectivos ciudadanos que reclaman un monumento para “su causa” no tiene otra referencia que la escultura abstracta o la figura alegórica. Cuando las asociaciones para la recuperación de la memoria histórica o las víctimas de la dictadura, por ejemplo, piden monumentalizar un lugar, esperan eso, una cosa grande (el adjetivo “monumental” ha terminado también significando eso: enorme) de bronce o mármol. Un monolito era lo que se nos había literalmente pedido cuando en 2007 inauguramos en Torre del Mar (Málaga) un proyecto en memoria de la masacre de que la población malagueña fue víctima al caer la ciudad en la Guerra Civil. Conseguimos alargar el proceso durante tres años, para implicar en el diseño del memorial a las personas que lo demandaban, desafiando las expectativas habituales respecto al monumento (horizontal en lugar de vertical; múltiple en lugar de único; utilizable en lugar de contemplativo; utilizando, en lugar de los materiales nobles al uso, otros más frágiles, que exigieran atención y mantenimiento, es decir, compromiso, etc). Además se acompañó de toda una serie de producciones paralelas (exposiciones, publicaciones, un archivo en línea…) a fin de reconstruir la conciencia respecto a un crimen concienzudamente extirpado de la memoria colectiva. Eso se logró, sin duda. Y aquel espacio en seguida se convirtió en un lugar de memoria que la gente sentía como propio. Pero años más tarde, otro gobierno municipal decidió erigir, en un sitio más vistoso, otro más adecuado a sus necesidades: una escultura figurativa, de bronce, en su pedestal, un photocall ideal para la foto anual de las autoridades poniendo flores a los pies del héroe.
El arte contemporáneo ha crecido amparado por la seguridad del cubo blanco. La calle, cuando no se está del lado del poder, no es un territorio fácil. Los artistas ―educados en la religión de su irreductible subjetividad― no están, no estamos, por lo general preparados para trabajar con los movimientos sociales; y estos, a su vez, recelan, no sin fundamento, de esos extraños recién aterrizados. No por nada las expresiones de contestación a lo que representa el monumento tradicional, autoritario, toman forma de agresiones más o menos violentas (desde el grafiti a la demolición). No es un género que se haya caracterizado precisamente por su propensión al diálogo.
“Cuando las asociaciones para la recuperación de la memoria histórica o las víctimas de la dictadura piden monumentalizar un lugar esperan una cosa grande de bronce o mármol”. (Rogelio López Cuenca)
JR. Cierto, no se pueden resolver los problemas artísticos solamente desde la ideología y el discurso. Yo creo que, efectivamente, la crítica o el desmontaje de lo existente no basta para producir formas simbólicas apropiables y significativas para la gente. El monumento requiere formalizaciones que resistan la temporalidad. Creo que, si entendemos el monumento como un elemento estético y simbólico en la producción del espacio público de la ciudad (es decir, el monumento como afirmación de un demos), hemos de reconocer la necesidad de prácticas propositivas, de formas artísticas que no sean puramente negaciones o impugnaciones de lo existente. La pregunta que se nos plantea como artistas es cómo hacerlo desde las tradiciones estéticas “negativas” del arte contemporáneo o la neo-vanguardia o como le queramos llamar.
En este sentido, mi forma específica de dar una solución propositiva y no puramente negativa es a través de una combinación de dos tradiciones que están relativamente fuera o van a contrapelo de la neo-vanguardia. Por un lado, la tradición de los interiores decorados, desde las ornamentaciones modernistas burguesas a las decoraciones pop de los vestíbulos de edificios de viviendas de los años sesenta. Un referente para mi es la decoración que hizo Catalá Roca en la Casa de los Toros (1959-1962), de Antoni de Moragas, en la Gran Vía, cerca de la plaza de toros Monumental. El vestíbulo está forrado de un wallpaper fotográfico hecho de detalles del traje de luces del torero, y los techos de los balcones cubiertos con fotografías de corridas, que vistos desde la calle dan al edificio una dimensión cinética, proto-cinematográfica, muy original. No creo que nadie haya hecho algo así.
RLC. La perennidad ―o por lo menos la permanencia de un monumento― no debería ser una premisa previa, un objetivo, sino depender de la circunstancia ―imprevisible― de que sus usuarios, los vecinos, los ciudadanos, la gente, lo sienta y lo haga suyo y decida que merece conservarse. El monumento “oficial” trae ya de fábrica esa aspiración, no piensa en ello: de defender su integridad se encarga la policía.
Insistiría en que creo que las estrategias tienen que evitar la, digamos, respuesta frontal ―que acepta los términos impositivos del monumento y te condenan a una posición en la que de antemano ya has perdido la partida― y optar más por modos parasitarios, de camuflaje, de guerrilla, en el sentido de aprovechar la fuerza inerte de la lógica monumental (y hasta los propios elementos físicos del monumento) y trabajar a lo largo de sus márgenes, en esos espacios intersticiales que, si bien son inestables, inseguros, inciertos, por lo menos son en los que se puede mínimamente respirar.
“No hay muchas experiencias con la fotografía en la producción de monumentos porque la fotografía es históricamente instrumental y subsidiaria respecto a las bellas artes, carece de la nobleza de la escultura en piedra o en bronce”. (Jorge Ribalta)
JR. La otra tradición es la de las exposiciones fotográficas de propaganda que van de los pabellones de Lissitzy a finales de los años veinte a Family of Man en los cincuenta. Es decir esa idea de que las grandes ampliaciones fotográficas murales crean una “especie de espacio” público en que se representa una fusión utópica entre el público y su imagen, una especie de espacio público universal. Es un demos muy característico de una época, la de la Guerra Fría, una ficción muy fotográfica de la era anterior a la televisión.
Son, si quieres, tradiciones olvidadas, anacrónicas posiblemente, kitsch incluso, muy específicas de la fotografía y que hoy permiten pensar en un contra-modelo a la publicidad. No hay muchas experiencias con la fotografía en la producción de monumentos, precisamente porque la fotografía es históricamente instrumental y subsidiaria respecto a las bellas artes, carece de la nobleza de la escultura en piedra o en bronce. Es además efímera, en tanto que su vida pública está asociada al papel, a la prensa, a la publicidad, a todos esos elementos que aparecen y desaparecen periódicamente. Todo lo contrario de la eternidad mineral de la escultura. No obstante, la fotografía es un arte de la memoria y del archivo, con lo que puede intervenir desde una perspectiva diferente y hacer aparecer el pasado. Una memoria que no es conmemorativa sino histórica. Es lo que he intentado hacer en la Plaza de la Garduña. Se trata de un juego de imágenes de enterramientos y desenterramientos, con los arqueólogos como protagonistas. Los arqueólogos son, evidentemente, mi alter ego, como lo son también de los nuevos habitantes. En este caso, la arqueología es una forma metafórica de restituir el lugar a la vida ciudadana. Pero también es una forma de anticipar su propia destrucción, de entender la intervención como una especie de ruina.
RLC. Por supuesto, estoy a favor del uso no solo de materiales y técnicas menos “nobles” que los tradicionales, demasiado asociados a la soberbia del monumento de raigambre más autoritaria. Creo que asumir la fragilidad y lo perecedero de otros materiales implica reconocer también los propios límites de la memoria, su condición procesual, conflictiva, dialógica. Y, al respecto, insisto en que la producción, la realización de la obra tiene que ser el final de un proceso, forzosamente colectivo: la conclusión (provisional) de un diálogo, un momento de esa conversación.
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