Gil de Biedma en el cajetín 1.602
Ciertos aspectos de la conducta privada del poeta barcelonés merecen la reprobación, pero su obra contiene valores que una sociedad puede exhibir como admirables
Es verdad que la posición más cómoda consiste en excluir al Estado del ámbito de la cultura para evitar la tentación del control ideológico, la dirección política o la extorsión dulce (o en diferido) en que podemos incurrir profesores, escritores, comisarios de exposiciones y una larga lista de empleados públicos episódicos. La solución consecuente sería eliminar el Ministerio de Cultura y con él el Instituto Cervantes y una interminable lista de instituciones que pretenden custodiar en unos casos y difundir en otros el patrimonio material y simbólico que una cultura ha ido engendrando históricamente. Sí, es una posibilidad, pero es también una frivolidad un tanto hipócrita esa exclusión preventiva, al menos lo es para quienes creemos en el Estado como instrumento (bajo control) de control de calidad. La inmensa mayoría de la población no dispone del tiempo precioso que sí tenemos otros para determinar si Juan Marsé, Pedro Almodóvar, Miquel Barceló o Isabel Coixet merecen alguna forma de respaldo público a través de premios, exposiciones o incluso legados, como el que acaba de recibir el Instituto Cervantes de los herederos de Jaime Gil de Biedma. En todos ellos concurren valores éticos y culturales, compensadores y hasta exaltantes, tanto si han sido partidarios activos de la promiscuidad sexual o de la traición y la deslealtad sentimental, tanto si han consumido todo tipo de drogas y sustancias tóxicas y perniciosas e incluso si se han permitido prácticas privadas punibles de acuerdo con el código penal.
Y eso atañe, sí, a Jaime Gil de Biedma. A mí me parece que la buena poesía, la gran prosa y hasta la trayectoria vital misma del escritor responde sin ningún género de dudas a la calidad ética y estética que puede exhibir una sociedad para sembrar valores sustanciales, duraderos y admirables para la inmensa mayoría de la población, sea de derechas o de izquierdas, rubia o morena, alta o baja. Por supuesto que sé bien, como hemos podido seguir en redes y en medios, que algunas de sus conductas privadas merecen una activa reprobación y hasta la persecución penal, en caso de reproducirse hoy (o ayer). A Gil de Biedma le gustó el sexo con todo tipo de muchachos, más hechos y menos hechos, y no ocultó que esa debilidad erótica y sentimental incluía a menores de edad, cosa que le pone fuera de la ley y a él le puso contra las cuerdas de sus propias contradicciones culpables. Los golfillos pobres que alimentaron sus prácticas sexuales son víctimas inequívocas, como las mujeres de escritores tan respetados como Leopoldo Panero fueron víctimas de las palizas que el alcohol y el valiente arrojo acabaron echándoles encima, y tantas niñas en los burdeles fueron carne de cama de escritores que no pidieron el carnet de identidad antes de proceder: conductas censurables, y penalmente perseguibles.
La pregunta es si el Estado ha de ser fiel a la práctica puritana de negar la realidad viscosa, sucia y admirable de las personas reales y aliarse a la dulce hipocresía de apartarla discretamente de la mirada pública: ¿ha de silenciar y ocultar que nuestros cráneos privilegiados han sido, también, animales de bellota y sórdidos especímenes en algunos rincones oscuros de su alma, o ha de saber explicar a una población adulta que la alta, exquisita y trascendente creación artística a menudo está mechada, injertada y hasta alimentada de prácticas indeseables e inaceptables? Podemos seguir disfrazando de frívola y falsa solemnidad ejemplarizante la alta cultura o podemos asumir que en ella anida también, como en el deporte, la música, la banca y el periodismo, lo peor del animal y de la especie, conductas condenables sin paliativos, pero no secreteadas, ni ocultadas en un Estado democrático, sino públicamente conocidas. La publicidad y la confesión de lo execrable no ha de rebajar o condenar bíblicamente la incuestionable calidad de la obra de quienes puedan haber (podamos haber) incurrido en conductas penal y moralmente reprobables.
Una cultura saludablemente democrática no se fabrica con mentiras u ocultaciones sino con la verdad más íntegra posible, incluida la incierta y dudosa viscosidad de lo real. Entre ellas, esa misma que Gil de Biedma asumió al autorizar la publicación póstuma de sus caprichos sexuales, a la vez que sentía como deber de conciencia de un hombre rico y afortunado la solidaridad con los parias y los pobres de pedir: aquellos mismos muchachos que había buscado en su juventud de 1956, según sus diarios de entonces. De su primera edición en 1974 como Diario del artista seriamente enfermo excluyó toda alusión a los niños e incluso a su propia homosexualidad porque bajo la mojigatería represiva del franquismo era esa práctica indecente y civilmente peligrosa. Hoy de ella nadie dirá nada (ni en público ni en privado), pero ante la primera seguimos reconociendo la carcoma de la culpa, como expresa buena parte de la poesía de Gil de Biedma sin que nadie disculpe nada: por eso está perfectamente bien en el cajetín 1.602 de la Caja de las Letras en el Instituto Cervantes.
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