‘Papá Huayco’, la novela musical de Chacalón, el soberano de la chicha peruana
A treinta años de su muerte, el escritor Alfredo Villar desentraña el mito del cantante Lorenzo Palacios Quispe, alias ‘Chacalón’, la voz de los provincianos que transformaron a la sociedad peruana
Ninguna avenida ha sido bautizada con su nombre, pero su rostro está estampado en polos, cuadros y murales; el mausoleo donde descansa se ha convertido en un santuario de peregrinación, donde los necesitados acuden en busca de sanación y esperanza; y su voz sentida, educada entre las esquirlas de la calle y el polvillo de los cerros, sin adornos ni sofisticaciones, sigue alegrando las penas de los marginados y de quienes dejaron la serranía para empezar desde abajo en la capital limeña.
Lorenzo Palacios Quispe, ampliamente conocido como Chacalón, es la estrella más resonante de los afluentes de la música tropical peruana que convergen en ese río caudaloso y colorinche llamado chicha. Como otras leyendas, se marchó tempranamente de este mundo, allá por junio de 94. No alcanzó los 45 años, a causa de un conjunto de males a los que no les prestó atención, pero le bastó para crear un estilo estrambótico —trajes de lentejuelas, alhajas y una melena rulosa que lo distinguía—, anidar himnos como Viento o Soy provinciano y lograr que esa extraña fusión de folclore andino, Nueva Ola y rock and roll deje ser mirada de reojo y hoy se escuche en una cantina, como en una feria del libro.
Es mediodía en los alrededores del Parque El Migrante, en el distrito de La Victoria, en lo que fue La Parada, un mercado mayorista que sirvió de sustento a varias generaciones de campesinos y provincianos, entre ellos a la numerosa familia de Chacalón. El ambiente no ha cambiado mucho. Hombres bajos y macizos, con el pecho descubierto, cargando sacos de papas en sus espaldas; comerciantes empapados de sudor, empujando pesadas carretas; señoras con trenzas ofreciendo yucas, tomates y zapallos a la intemperie, apenas encima de tapetes de plástico; puestos al paso de mazamorras o frituras de harina capaces de calmar las tripas; perros lanudos y flacuchos asoleándose; palomas picoteando granos de choclo; y rumas de tallos de hierbas aromáticas en espera del camión de la basura.
En una de las bancas del parque está sentado un hombre menudo, de cabello ceniza, con un sombrero de colores vivos, una camisa abierta de tonos violetas y un polo viejo donde se ve a Chacalón crucificado, en una de las murallas de Machu Picchu, casi como una deidad. Se trata de Alfredo Villar Lurquin, un investigador del arte popular, curador y DJ de chicha, que acaba de estrenarse como novelista con Papá Huayco (Fondo de Cultura Económica), un libro que retrata a Chacalón desde diversas voces, y que a partir de su enigmática figura perfila a la Lima migrante del siglo pasado, pujante, caótica y achorada.
“No es una casualidad que Chacalón haya nacido y crecido en la primera invasión de Lima que es la del cerro San Cosme. Quise conectar la historia de Chacalón con ese desborde popular, ese huayco de gente que fue la llegada de las masas provincianas en los años cincuenta”, apunta Villar, coleccionista de vinilos, quien ha tejido una novela que experimenta con el lenguaje, inspirándose en Oswaldo Reynoso, Cabrera Infante y Andrés Caicedo. Una novela musical que también se lee con los oídos, y donde el sonido de los sintetizadores y la guitarra eléctrica alterna con la explosión de un cochebomba. Una novela, anclada en testimonios y datos verídicos, que según su autor intenta presentar al artista con sus matices, desmarcándose de versiones edulcoradas como la teleserie Chacalón, el ángel del pueblo, transmitida en el 2005.
Abandonado por su padre biológico, Chacalón se crio junto a sus catorce hermanos, durmiendo en camarotes de alambre de una plaza, en las faldas del cerro San Cosme. Vendía gelatinas, chupetes y chicles en autobuses, plazas y cantinas; cargaba sacos de arroz, papa y camote; y cuando el estómago le crujía no dudaba en tomar prestado algunas frutas y otras viandas. Dejó la escuela en segundo de secundaria para ser zapatero y luego se hizo cantante al reemplazar a su hermano Alfonso Escalante Quispe, más conocido como el Chacal, en el Grupo Celeste. De él nació su apelativo.
“Los políticos siempre hablan de que ellos trabajan por los pobres, pero en realidad nunca han pasado hambre. Haber sido pirañita (ladrón juvenil que roba en grupo), y haber estado en la cárcel (por atacar a un policía con el pico de una botella) lo volvió muy empático. Chacalón era muy sensible al sufrimiento de los otros porque recordaba su propio sufrimiento, y eso lo convirtió en una persona muy dadivosa. Ese quizás es el elemento que lo diferencia de los otros artistas de su época y que despertó más afectos”, explica el escritor Alfredo Villar, en referencia a las leyendas de que Chacalón era mano abierta cuando alguien le pedía ayuda.
Ese genuino desprendimiento, sin autobombo, lo han elevado a la categoría de santo popular. El cronista Eloy Jáuregui lo colocaba al lado de Sarita Colonia, a quien se le atribuyen una serie de milagros. “Fue el artista que vivió en el magma de la pobreza más cruel y hoy sigue siendo un paradigma de los desterrados que lo consideran un santo. Ocupa la versión masculina de otro personaje venerado por los humildes, los ladrones y las prostitutas, Sarita Colonia”, decía Jáuregui. Desde la Carpa Grau, su Carnegie Hall, Chacalón solía ser un pacificador: apaciguaba las lluvias voladoras de los bebidos, quienes para bailar su música hacían el gesto de cortarse los brazos con los índices.
“La chicha es tal vez nuestro producto cultural más sofisticado junto a la comida. En ese sentido, Chacalón se ha convertido en Patrimonio Nacional. No solo de los migrantes sino de todo peruano que encuentra en él una historia de progreso. Es una figura esencial del Perú”, subraya Alfredo Villar, autor de Papá Huayco, desde una esquina de Gamarra, emporio comercial que colinda con el Parque El Migrante. Otra alfombra roja de peruanidad en estado puro. El 24 de junio se cumplieron treinta años de la partida de Chacalón. El Cementerio El Ángel lució colmado, casi como un coliseo o un campo ferial. No faltaron las cajas de cerveza ni sus canciones. Familias enteras que acabaron afónicas y maceradas para rendirle honor a aquella frase con la que siempre será recordado: “Cuando Chacalón canta, los cerros bajan”.
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