Gastón Acurio, las memorias del pionero de la gastronomía peruana
El fundador de Astrid & Gastón publica su diario personal donde cada receta está anclada a un recuerdo
Hace treinta años, cuando Lima estaba lejos de ser la capital gastronómica de Latinoamérica, el cebiche peruano —ese equilibrio entre ácido, salado y picante— todavía no se exportaba, y no figurábamos en las listas de la alta cocina mundial, un peruano y una alemana, flechados en un instituto francés, fundaron un restaurante con sus nombres de pila en un pequeño local de la calle Cantuarias, en el distrito de Miraflores. Gastón Acurio y Astrid Gutsche, dos veinteañeros que pronto se convertirían en padres y se habían prestado 45 mil dólares de familia y amigos para bosquejar un concepto que se moldeó en la marcha. Astrid & Gastón pasó de reproducir los sabores de la cocina francesa a construir los cimientos de la revolución culinaria de un país en crisis.
El 14 de julio se cumplieron tres décadas desde que Astrid & Gastón abrió sus puertas. Han recibido el aniversario en la Casa Moreyra, una residencia campestre de lo que fue el fundo San Isidro, que los acoge desde el 2014. Las celebraciones se traducen en una nueva carta que recoge los sabores de antaño “como para empezar con ilusión treinta años más”, y la publicación de Gastón Acurio. Cocinando historias (Debate), una selección de sus diarios personales, donde las recetas y las evocaciones se funden.
“Escribe como quien cocina un guiso”, es una de las máximas de este contador de historias que se rebela ante los parámetros de las redes sociales, gobernados por los reels. Su convicción es que la cocina no solo es un acto de amor y desprendimiento, sino un cúmulo de añoranzas que nos remiten a instantes felices o momentos que nos ponen a prueba. Vivencias que merecen ser contadas alrededor de un platillo que con sus aromas y texturas puede traer a la memoria a quienes ya no están.
A lo largo de 228 páginas, Acurio nos cuenta con gracia que era el niño raro al que le gustaban las sopas, y el terror de los dulces y los emparedados de las fiestas infantiles. También el único varón entre cuatro hermanas cuyo padre, un político que alcanzó el grado de ministro y Senador, le encomendaba vigilarlas de sus noviecitos de turno, quienes acababan comprando su silencio con anticuchos de corazón de res y chicharrón de mariscos.
Gastón Acurio supo desde la primera infancia que la cocina peruana es diversa gracias a una vasta despensa de costa, sierra y selva y a las influencias de la Conquista española y la migración africana, italiana y china. Mientras su abuela paterna Hortensia, cusqueña de nacimiento, le enseñó a comer mote, Genoveva, su abuela trujillana, preparaba cebiche a la antigua usanza norteña, macerando trozos de pescado en limón durante largo rato hasta sancocharlos.
En uno de los capítulos habla con honestidad de sus primeros arroces mazacotudos, una papa rellena que se desmoronó cuando intentó freírla en un perol, y una paella valenciana que arruinó al echarle caldo de más. Quiso ser surfer, corredor de autos y cantante de rock, pero falló una y otra vez. Fracasos que le permitirían cultivar una conexión con el mar, instalar su cebichería más célebre en un taller mecánico y afinar su ritmo y cadencia al prender el fogón. La cocina sería el salvavidas para el hijo descarriado que abandonó la carrera de Derecho para ponerse un delantal.
Uno de los pasajes más divertidos es cuando narra la vez que conoció a Astrid Gutsche, la maestra de la repostería, y su compañera inseparable de aventuras culinarias. Se cruzaron en la puerta del Le Cordon Blue de París. “Nos chocamos, nos miramos, señaló mi cuello y preguntó: ‘¿Quién te ha mordido allí?’. Desconcertado, respondí: ‘No sé cuál de todas habrá sido’. Recuerdo que, en vez de sorprenderse, sonrió y me dijo: ‘Ah, caramba, entonces habrá que probar’, y salió corriendo”.
Su primer beso, que lo remite a un Pollo a la crema, también estuvo a la altura. Siguiendo sus arrebatos juveniles, Astrid le hizo una seña para que saliera de clase y en plena calle, en la acera que daba al instituto, le dijo: “Mira, me tengo que ir ahora manejando hasta Alemania a arreglar unos papeles y pensaba que, si me pasa algo en el camino, me quedaría sin haberte dado un beso. Así que no sé si podrás darme un beso de buena suerte antes de que me vaya”. Con el arrojo de un galán de telenovela mexicana, Acurio tumbó a Astrid sobre el capó de un auto, despertando los aplausos de su clase. “¡Yupi! Ya tengo mi beso. Chau”, le dijo mientras se marchaba, en medio del desconcierto.
El germen empresarial del gurú de la gastronomía peruana también es desarrollado en el libro mediante una tierna escena: Acurio, de ocho años, vendiendo chicha morada, la bebida de sabor nacional, en la puerta de su casa a escondidas de su padre. Hoy, a sus 56 años, encabeza un conglomerado de once franquicias, con presencia en trece ciudades del mundo, en tres continentes.
“Recordé cuando finalmente pudimos convertirnos en un movimiento de cocineros con un sueño colectivo y también a aquellas voces que nos decían al oído que eso de imaginar al Perú reconocido en el mundo por su cocina era tarea imposible. Que eso de que Lima sería algún día un destino turístico gracias a su gastronomía jamás ocurriría. Que eso de que un día el cebiche sería tan popular en el mundo como un sushi japonés era una utopía delirante”, cuestiona.
Cazador de sabores, cuya imagen todavía se luce en gigantografías de varios mercados populares como símbolo de garantía, Gastón Acurio no solo es un empresario exitoso sino el fundador de un centro de formación técnica en gastronomía dirigidos a jóvenes de escasos recursos económicos, ubicado en los arenales de Pachacútec, en Ventanilla. Un modelo que le ha cambiado la vida a decenas de promociones, pero que todavía no ha sido replicado por el Estado. “La cocina siempre va a ser un arma cargada de futuro”, dijo hace poco durante un homenaje. La memoria como alimento y el alimento como memoria.
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