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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Veratisfobia’ y la sociedad de la mentira

Hay sectores políticos que le tienen miedo a la verdad y prefieren evadirla o negarla; o, lo que es peor, instrumentalizar la mentira con propósitos electorales que les permitan exculparse y seguir viviendo sin enfrentarse a la realidad

Colombia acaba de enfrentarse a la conmemoración de dos hechos históricos: los 40 años del holocausto del Palacio de Justicia y la desaparición de Armero. Al hacerlo, se pudo comprobar que hay sectores políticos que le tienen miedo a la verdad y prefieren evadirla, autoengañarse o negarla; o, lo que es peor, instrumentalizar la mentira con propósitos electorales que les permitan exculparse y seguir viviendo sin enfrentarse a la realidad. Llamemos a esto veratisfobia (del latín veritas, “verdad”, y del griego phobos, “miedo”): miedo irracional o rechazo a la verdad. El término parece que no existe, pero se entiende y es útil.

En la del Palacio de Justicia pudimos observar herederos del M-19 validando implícitamente esa acción demencial, calificándola como una “genialidad” que haría mirar al mundo hacia Colombia. Y todo en ¡defensa de los derechos del hombre! Vimos también a algunos exmilitares afirmando que la retoma fue un acto legítimo y justificado porque estaban “defendiendo la democracia”; vimos exministros de Estado insistiendo en que el Presidente de la República estuvo al frente de la situación y que no es cierta la tesis del golpe de Estado transitorio. Me pregunto: ¿no era mejor zanjar la discusión de una vez por todas y aceptar lo que es un secreto a voces: que el gobierno, los militares y la Policía sabían que la guerrilla se iba a tomar el Palacio para repetir la “audacia” de la Embajada Dominicana, y que alguien retiró la vigilancia para facilitarle la delirante acción?

Acaba de fallecer el director de la Policía de la época, el general Víctor Delgado Mallarino. Se fue con secretos a la tumba; secretos que no eran suyos, sino parte de la verdad a la que tenemos derecho y que nos ha sido negada. El caso de Mallarino no es único, por supuesto: son muchos los que se han ido en silencio y muchos más los que se irán. Nos habríamos conformado con una confesión póstuma, un libro, una carta, un testimonio.

La esquiva verdad sobre Armero

Hablemos de Armero. Otra herida que no cierra. Sucede igual. Hay quienes prefieren quedarse en el autoengaño o en la negación. En estos 40 años solo he sabido de una persona dispuesta a hablar con la verdad: Consuelo González, la viuda del exgobernador del Tolima, Eduardo Alzate. Dijo que decidió hablar por sentía que tenía “una deuda con la verdad” y con la memoria de su esposo. En una entrevista dada al portal La Editorial, confesó que el ministro de Minas de Betancur, Iván Duque Escobar, le había dicho al oído a su marido: “Cállese, Gobernador. ¿Usted tiene plata para evacuar todo ese pueblo?”. Alzate y su familia vivieron un calvario durante años. Padecieron un secuestro. El grupo armado Jorge Eliécer Gaitán (JEGA), en un comunicado del “Comando Omaira Sánchez”, lo acusó al exgobernador de ser el causante de la masacre “por imprevisión”. Su retención duró poco, seis días; suficientes para temer lo peor. El JEGA existió entre 1983 y 1999, se hizo tristemente célebre por el secuestro de Juan Carlos Gaviria en 1996, hermano del expresidente César Gaviria. Otro pasaje lleno de sombras y silencios.

La confesión de la viuda es clave para conocer la verdad. Dice que a su marido lo “tildaban de exagerado cuando pedía recursos para prevenir una tragedia” y que varias veces pidió apoyo al Gobierno del presidente Betancur. Según ella, el exgobernador advirtió reiteradamente sobre la amenaza del volcán. Y revela otro hecho trágico: afirma que sí se instalaron alarmas, pero que no sonaron la noche del desastre porque “les habían robado las baterías”. Otra parte pendiente de la verdad es la de los niños presuntamente robados. La especulación continúa y la institucionalidad jurisdiccional guarda silencio.

La errática equidistancia de los medios

Los medios de comunicación se prodigaron en la conmemoración de ambos sucesos, hay que reconocerlo y agradecerlo. Sin embargo, incurrieron en equivocaciones garrafales y en faltas a la ética periodística que no se deben dejar pasar. En aras de un supuesto equilibrio informativo algunos de ellos le dieron voz tanto a las víctimas como a los victimarios. ¡Qué es eso! Otros se dedicaron a instrumentalizar las conmemoraciones con fines político-electorales, sintieron que tenían una bala de plata para atacar al jefe del Estado y la dispararon sin respeto. El presidente Petro se dejó arrinconar, y casi silenciar, en lugar de liderar una rectificación común por lo sucedido. Le faltó liderazgo. Eso les permitió a algunos medios, descaradamente sesgados, hacer la tarea de ser funcionales a la política y no a la historia y a la verdad. Así, el coronel Plazas, el ícono de la retoma, pasó de victimario a víctima y de víctima a héroe. No aprendimos nada.

Estas conmemoraciones eran para que hablaran las víctimas. Era para que las escucháramos, para que plantearan su reclamo y manifestaran su dolor; o para que los victimarios hicieran sinceros actos de contrición. Pero esto no parece ser un rasgo de los colombianos. Como si en el fondo, a pesar de nuestras tradiciones rezanderas, no creyésemos en la existencia de un “más allá”. Por eso se llevan los secretos a la tumba. En todas las culturas existe el arrepentimiento, el judaísmo bíblico lo convirtió en un concepto teológico del cristianismo, y nosotros somos eso: cristianos, al menos en teoría.

El pacto de silencio

La historia colombiana está llena de verdades tapadas con tierra. Cómo no recordar, por ejemplo, que jamás se aclaró ni rectificó la calumnia de Laureano Gómez sobre el millón ochocientas mil cédulas falsas del liberalismo, con que legitimó el terror y la violencia oficial conservadora, y ganar la presidencia como candidato único. El pacto de silencio que supuso el Frente Nacional impidió conocer la verdad de este período histórico en que trescientas mil personas perdieron la vida. Ni siquiera en Tolima, donde muchos estudiosos pusieron sus ojos —entre ellos Fals Borda, Umaña Luna y el sacerdote Guzmán, además de James Henderson, con su célebre investigación Cuando Colombia se desangró—, se pudo conocer el número de víctimas mortales y los nombres de los victimarios, algunos de los cuales se lucraron con la violencia homicida.

Hay que reconocer que algo hemos avanzado. La JEP, tan denostada por los eternos “salvadores de la patria”, ha hecho grandes aportes a la verdad, independiente de la valoración que cada uno tenga en materia de aplicación de justicia. Ese es otro debate. Han comparecido ante esta instancia muchas personas que infligieron dolor, para reconocer sus responsabilidades. El macro caso de los casi 22 mil secuestros perpetrados por las FARC-EP es un botón de muestra. Igual, el de los 135 asesinatos de jóvenes campesinos y población afro e indígena, cometidos en la costa Caribe por exintegrantes del Batallón La Popa, entre 2002 y 2005. Con todo y esto, falta mucha verdad sobre el conflicto armado. Hay un vergonzoso capítulo sin cerrar que clama justicia: el de los desaparecidos, 132.877 personas, según informe de la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas, en agosto pasado.

Hay que persistir en encontrar verdades compartidas por la inmensa mayoría de la sociedad, y no posverdades de alcance tribal con mezquinos propósitos. Es pernicioso vivir en una sociedad que normaliza la mentira, que se acostumbra a vivir en ella, eso nos hace a todos culpables y permite que siempre haya quien comenta las peores atrocidades creyendo que está luchando por el pueblo, salvando al país o defendiendo la democracia.

@gperezflorez

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