El asesinato de Charlie Kirk y las pantallas sin ley
La sociedad estadounidense siempre ha estado enferma de violencia, pero lo de los últimos años nos regala la evidencia de un país fatalmente descoyuntado


El asesinato de Charlie Kirk, un demagogo incendiario y racista que en el paisaje temible del movimiento MAGA pasaba por moderado, merece el rechazo y la condena de todo demócrata genuino: debería ser incontestable que no se responde a las palabras con balas. Me entero por los medios norteamericanos, sin embargo, de que más de un habitante de las cloacas de internet ha justificado el crimen o lo ha elogiado incluso: la sociedad de Estados Unidos siempre ha estado enferma de violencia, pero lo de los últimos años nos regala todos los días la evidencia de un país fatalmente descoyuntado y hace temer por la estabilidad de la democracia entera. Las sociedades se rompen en todas partes del mundo; pero en algunos lugares, como Estados Unidos, se rompen desde el gobierno mismo. Así es Trump: un presidente que ha declarado sin problemas que los demócratas son sus enemigos. “Los odio”, dijo en un discurso durante la fiesta –son cosas que ni un mal novelista podría inventar– del 4 de julio.
La noticia del crimen me sorprendió en un hotel, y así me di el lujo de hacer lo que casi nunca tenemos la oportunidad de hacer: encender el televisor y comparar las reacciones de las dos cadenas principales que representan los dos bandos políticos. Durante una media hora cambié de CNN a Fox y de Fox a CNN, y el ejercicio fue ilustrativo y también preocupante: en CNN, Kaitlan Collins condenaba el crimen, lamentaba sinceramente la desaparición de un joven líder (aunque no estuviera de acuerdo con él en nada) y dialogaba con los varios senadores republicanos a los que había invitado; en Fox, el inefable Sean Hannity culpaba del crimen a la izquierda entera, a los senadores de izquierda y los medios de izquierda y los expresidentes de izquierda, y sus invitados –todos trumpistas, y uno que aparecía con un muñeco Trump sobre la mesa– culpaban del crimen a la izquierda entera y acusaban a los liberales de instigar a la violencia con sus palabras y los acusaban también de deshumanizar a los conservadores.

Eran los comienzos de un relato que desde entonces, y gracias a la impecable sintonía entre la cadena Fox y la oficina de comunicaciones de la Casa Blanca (no se sabe quién recibe dictado de quién), se ha situado en el centro de la conversación norteamericana: los republicanos dicen que los demócratas tienen la culpa de todo y los demócratas dicen que los republicanos empezaron. El New York Times ha publicado informes serios para probar que lo que llamamos discurso de odio ocurre con mucha más frecuencia en la derecha que en la izquierda, pero yo hago una pregunta: ¿a quién le sirve eso? Por otra parte, me resulta fascinante el nivel de disonancia cognitiva –es otro nombre para la hipocresía crónica– del movimiento MAGA, cuyos miembros acusan a los demócratas de deshumanizar al otro (al otro republicano, se entiende), pero vitoreaban a Trump cada vez que éste llamaba animales a los inmigrantes, o decía que los inmigrantes envenenaban la sangre de la sociedad norteamericana, o decía que algunos “no son personas”, o acusaba a los haitianos de comerse a los perros y a los gatos de Springfield.
Este nuevo crimen despreciable tiene muchas lecturas: por un lado (insisto en lo que digo más arriba), es una instancia más de la violencia política que ha marcado desde siempre la historia de Estados Unidos, pero que se ha agudizado en años recientes: puntualmente, desde que Donald Trump subió al poder y empezó a deteriorar todavía más un discurso político que llevaba en caída libre desde la irrupción del Tea Party. Por otro lado, es un crimen de nuestro tiempo: cometido por un joven blanco que se ha radicalizado en las cloacas de internet hasta convencerse de que el otro –aquí saco mis cursivas– debe ser eliminado. Después de la inverosímil incompetencia del FBI, que anduvo a ciegas durante días hasta que el asesino decidió entregarse, hemos sabido que este desadaptado estaba harto del odio que Charlie Kirk lanzaba en sus discursos; tampoco a él le pareció contradictorio responder a ese odio que percibía mediante un balazo que acabó con una vida humana. “¡Ey, fascista! ¡Atrápala!”, escribió el desadaptado en una de sus balas. Según he leído, en otras balas había escrito mensajes en clave que sólo la gente de su generación, y en particular los habitantes del mundo de los videojuegos, puede entender realmente.
Pues este asesinato, entre muchas otras cosas, es una puesta en escena: su público es el de las cloacas de internet. El asesino de Charlie Kirk se radicalizó en los chats, en los videojuegos violentos, en esa cultura subterránea que hace de la violencia un meme y que nadie –ni la familia, ni los profesores, ni los amigos del mundo real– puede ver. En cierto sentido, el asesinato de Charlie Kirk puede leerse como una confluencia de dos de las principales obsesiones republicanas: desregulación del mundo digital y desregulación del acceso a las armas. Por un lado, Musk y Zuckerberg y toda su camarilla han invertido millones de dólares en preservar lo que ellos llaman la libertad de internet, la cual consiste, por supuesto, en su libertad para monetizar el odio y el racismo y la misoginia; y su enemigo es la regulación, la moderación de los contenidos, los intentos por controlar la desinformación y las manifestaciones de odio que puedan llevar a la violencia. Por otro lado está la NRA, la Asociación Nacional del Rifle, que lleva décadas comprando a políticos venales para mantener su negocio, que no es otro que el libre acceso de cualquier ciudadano, o casi cualquier ciudadano, a las armas de fuego.
Desregulación de las redes, desregulación de las armas. En ese cruce de caminos, en ese lugar sin ley, hay algo nuevo. Hemos comenzado a asistir a un fenómeno que, me temo, nos acompañará largos años: la toxicidad de internet se derrama a la vida real, donde los odios acumulados en el silencio de una pantalla se encuentran con la posibilidad de comprar un rifle por internet bajo la protección de una enmienda constitucional. El libre acceso a las armas ha estado siempre en el centro del debate (mientras las masacres en los colegios o en las iglesias o en los centros comerciales se suceden y se lamentan y la NRA dice que sus pensamientos están con las víctimas); pero apenas ahora estamos comenzando a tomarnos en serio los efectos que la cultura de la violencia digital puede tener en el mundo real.
El asesinato del joven líder era el pretexto que el trumpismo necesitaba para poner en marcha la persecución sin frenos de sus opositores. El lenguaje del presidente y de su grupo –los Bannon y Vance y Miller– debería ser inaceptable en cualquier democracia del mundo; para Estados Unidos, en cambio, es familiar y predecible, o se ha vuelto familiar y predecible sin que nadie pueda hacer nada al respecto. Pero más allá de todo eso, no hace falta leer el futuro para saber que el crimen despreciable de Charlie Kirk no será el último asesinato político de la era Trump. Y es escalofriante pensarlo, y es triste escribirlo.
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