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El recrudecimiento de la violencia erosiona los avances del acuerdo de paz: “Hay desesperanza total”

La incertidumbre que causan las acciones armadas pone en vilo los proyectos productivos y la confianza de las comunidades que hace una década apostaron por una vida diferente

Conflcito armado Catatumbo
Un campamento de líderes campesinos de la región del Catatumbo, en Bogotá, Colombia, el 29 de enero de 2025.Mauricio Dueñas Castañeda (EFE)

José Manuel Alba, un profesor universitario del Catatumbo, la región colombiana fronteriza con Venezuela donde se ha vuelto a desatar la guerra entre grupos armados por el dominio del mayor enclave de cultivos de coca, describe el drama que arrastra el conflicto: “Se está arrebatando hasta la capacidad de pensar en un mañana”. La violencia, que ha recrudecido en 12 zonas del país, no solo deja asesinatos, desplazamientos y confinamientos, en su mayoría de civiles. También reduce las posibilidades de planear y amenaza la esperanza y el tejido social que surgieron con proyectos ligados al acuerdo de paz firmado en 2016 con la entonces guerrilla de las FARC. La siembra de cacao, aguacates o la cría de animales han quedado en vilo. La desazón vuelve a imponerse en territorios empeñados en apostarle a la paz.

Civiles y firmantes del acuerdo han abandonado proyectos productivos ante las confrontaciones entre el ELN y grupos disidentes de las FARC. “En San Calixto ya había un desembolso para comprar unas tostadoras de café y generar una asociatividad con firmantes de paz, campesinos y campesinas, pero todo quedó en cero. En Hacarí estábamos trabajando en una granja, en un colegio, y el profesor tuvo que vender los cerdos y las gallinas para que no murieran de hambre”, cuenta Alba sobre el impacto en los programas de la estatal Universidad Francisco de Paula Santander.

La crisis que golpea a esa región montañosa puede ser la más grave en el medio siglo en que ha sufrido la violencia. “Son más de 50.000 personas desplazadas en dos meses. El paramilitarismo desplazó a unas 100.000 en cuatro o cinco años. Es una guerra compleja y fratricida. Hay familias con miembros en las dos insurgencias, que terminaron matándose entre ellos”, explica el académico. También se suspendieron las capacitaciones en el aula por la paz de El Tarra. “Acá hay desesperanza total. Antes la gente pensaba en luchar por el territorio”, agrega.

Las grietas aparecen en otros departamentos. En Meta, en el centro del país, cerca de 90 mujeres, hombres y menores de edad tuvieron que abandonar un área de reincorporación. Dejaron enseres, herramientas y maquinaria en la zona rural de Mesetas. “Veníamos apoyando el mejoramiento de vías, la caseta comunal y la escuela. Organizaciones de cooperación internacional acompañaban los proyectos para reincorporados, que también beneficiaban a las comunidades”, recuerda Lida María Urrego, una de sus líderes. Ahora se resguardan en un polideportivo donde soportan los olores de un cementerio vecino. Esperan un predio para volver a comenzar.

Ese destierro se suma a otros, como el que sufrieron en junio de 2024 los firmantes de paz que cambiaron los fusiles por remos para impulsar el turismo en Miravalle, en el departamento amazónico de Caquetá, o el de más de 170 familias que huyeron del espacio territorial de Vista Hermosa, también en el Meta, a mediados de 2023. La esperanza de una nueva vida se torna escurridiza. “Es muy doloroso perder el territorio, el tejido social y el arraigo”, remarca Urrego. Desde la firma del acuerdo, 461 firmantes han sido asesinados. “Eso deja en vilo cualquier intención de construir la paz de cualquier gobierno. Estamos viendo la incapacidad del Estado por cumplir un acuerdo de paz”, cuestiona Alba.

El crecimiento de los grupos ilegales también limita el trabajo de las organizaciones. Carolina Varela coordina el proyecto ‘Del Capitolio al Territorio’ que desarrolla la Fundación Ideas para la Paz (FIP) con la cooperación británica para hacer seguimiento a la implementación del acuerdo de paz. “La Fuerza Pública nos dice: ‘mejor no vayan por allá’. En algunos departamentos antes íbamos a las zonas rurales, y ahora nos limitamos a las cabeceras. La gente tiene más limitaciones para hablar. Nos dicen: ’solo podemos hablar lo que los grupos quieren oír”, revela. La ley del silencio se impone.

La oleada de violencia reflota los efectos de una implementación tardía y en algunos casos inexistente, que viene desde el Gobierno de Iván Duque (2018-2022). El Estado nunca llegó a zonas que por décadas controlaron las FARC. Fracciones de excombatientes volvieron a empuñar los fusiles y se generaron nuevas tensiones entre las organizaciones ilegales, en una reconfiguración por el control de las economías ilícitas y del territorio. “Si una guerrilla cobra impuestos, la otra también. Se empiezan a dar tensiones por los cultivos de uso ilícito, las rutas de comercialización de coca y todas las economías ilegales”, señala el docente del Catatumbo.

Bajo ese ambiente de tensión, el Gobierno de Gustavo Petro defiende su política de paz total, la negociación simultánea con todas agrupaciones ilegales en busca del fin de la violencia, que hasta ahora no ha arrojado frutos. “Desde que empezó teníamos la lectura de que en cualquier momento esa paz total iba a reventar con una guerra muy fuerte. Las cifras de homicidios y ataques a la Fuerza Pública cayeron, pero las insurgencias estaban creciendo y tomando fuerza”, opina Alba. Urrego, la lideresa de Mesetas, apunta a la urgencia de cumplir lo pactado en 2016. “No se puede hablar de paz total sin la implementación de los acuerdos”, subraya.

Entre tanto, Varela, la investigadora de la FIP, advierte que el desarrollo social requiere de seguridad: “La entrada de la Fuerza Pública es imposible en un territorio sin presencia del resto de entidades del Estado, pero también es imposible que el resto llegue sin control militar y policial”. El incremento de los costos de algunas obras locales debido a las extorsiones es un reflejo de esa realidad.

El senador del gobiernista Pacto Histórico, Iván Cepeda, considera que la situación obedece a la dinámica de varios mercados ilegales internacionales. “No es un fenómeno que obedezca exclusivamente a dinámicas territoriales o a la falta de implementación de un acuerdo, aunque también hay de eso. Esta última década se han desarrollado muy poderosas redes transnacionales ligadas a la minería ilegal, la economía del narcotráfico y la migración. No es simplemente decir que ha fracasado o no una política”, argumenta. “Debe haber un balance contrastado: hay un camino recorrido con relación al primer punto del acuerdo de paz, la implementación de la reforma rural. El proceso con el ELN ha tenido unos resultados que hay que examinar a la luz de lo ocurrido en el Catatumbo. Otros procesos de paz urbana arrojan una experiencia que es importante tener en cuenta”, enfatiza.

La delegación del Gobierno para negociar con el ELN, de la que forma parte Cepeda, ha convocado a un Congreso Nacional por la Paz el 5 de abril en Bogotá, en un intento por conformar un movimiento nacional de paz. Cepeda está convencido de que la crisis merece una discusión de todas las fuerzas políticas y económicas. “Es un evento para escuchar a las organizaciones sociales, para potenciar lo que se puede seguir desarrollando y para rectificar lo que haya que rectificar”. Las comunidades anhelan tranquilidad.

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